“Apóstol
de Cuba”, “Santo de América”, “Asceta de la Patria”, “Místico del Deber”,
“Moisés Americano” y hasta “Cristo Cubano”, los numerosos epítetos que le
dedicaron a Martí con profusión entusiasta, sepultaron rápidamente su verdadera
esencia humana, débil y falible como cualquier otra. Se le asumió o lo
impusieron como algo incontestable, y resultó hasta de utilidad; tanto, que
cuando alguna discusión amenazaba extenderse y con riesgo de derrota, un
opinante hábil podía emplear mañosa y arteramente para cerrar la misma a su
favor con uno de sus pensamientos como verdad revelada: “Como dijo Martí…” Y es
que cuando Él hablaba por la boca de otros, los demás callaban y asentían,
resignados y obedientes. Esto lo percibieron y aprovecharon muy tempranamente
los políticos insulares. Citar a Martí era y es el mejor tapaboca, la cláusula
hermética de cualquier discusión, porque “habló el Oráculo”.
Los sacerdotes del templo de Delfos, cuenta
James George Frazer en La rama dorada, masticaban hojas de laurel —con
cierto contenido de alucinante arsénico— e inhalaban los vapores sulfurosos que
brotaban por una grieta desde las entrañas del templo, para caer en un estado
de conciencia alterada, lo cual les permitía emitir “profecías”, que eran
frases o palabras, confusas e inconexas, sibilinas y enigmáticas, que luego los
intérpretes o sacerdotes debían traducir para los vulgares consultantes. Esto
ofrece la prueba que desde siempre entre el oráculo y el devoto han mediado los
exégetas, con sus intereses propios. Así, con esa intervención, lo más espeso
se convertía en claro y lo más ilógico en profético. La anfibología y la
polisemia ayudaban mucho en esto, así como el equívoco y la oscuridad.
Aplicando esto, Martí fue moldeado como nuestro Augur Mayor. Él es el objeto de
nuestra bibliomancia: es el Aleph supremo de los cubanos. Como los antiguos
sacerdotes de Apolo, masticamos los laureles de su corona y aspiramos los
vapores de su mausoleo para caer en trance patriótico.
Con los textos de Martí sucede como con el Talmud,
el Corán, la Torah y la Biblia entre algunas
denominaciones cristianas: se abre por cualquier lugar buscando consejo o
inspiración, y se fija una frase para iluminar el presente. Esa práctica
adivinatoria es tan antigua como otras supercherías, pero aún funciona. El Sefirot
martiano tiene para todas las necesidades, gustos, intereses y motivaciones.
Porque lo que define no es el texto, sino la mirada sobre él. Martí es, pues,
la Palabra Revelada y el Verbo Encarnado, pues la misma Cuba en
persona se le presentó dentro de una manigua en llamas, y en la cumbre del
Turquino le confió sus tablas, y desde entonces habla por su boca: es su Voz.
Los fundamentalistas dicen: No hay más patria que Cuba y Martí es su Profeta.
Un “pensamiento martiano” tiene el peso, la
autoridad irrebatible y contundente de una sura o una aleya, como
un versículo bíblico, porque su autor es al mismo tiempo taumaturgo y pontifex
maximus. Sus frases se repiten como mantras para alcanzar el nirvana
patriótico. Y sobre todo, tienen un carácter apocalíptico en su doble acepción:
como revelación y como purificación por la destrucción. Sus Obras
Completas son la deontología integral y total del cubano. Martí es el
orfebre de la palabra, y el gambusino del pensamiento, pero también alquimista
de la historia, ingeniero de la nación, estrategos de la nacionalidad, y
padre de la patria; mas esa paternidad es transferible y opera por contagio, y
algunos hasta se arrogan el privilegio de que “les baje Martí” en el cuarto
fambá de la nación, y entonces hable también por sus bocas. Ese rito
colectivo derivó hasta invocaciones, brindis y misas martianas,
celebrados con toda solemnidad.
Martí es también el homúnculo del que brota
Paracelso, para sentarse a escribir la historia, después de trazarla. Es a la
vez la piedra filosofal, miliar y angular de la cubanidad: que mueva esas
piedras sólo quien esté limpio de todo pecado antimartiano. Su lema supremo es:
Noli me tangere. Nunca hay que hundir el dedo en la llaga de su costado
para aceptar su divinidad. Su verbo encendido es nuestro Zohar, pero de
tanto deglutirlo y consumirlo, también se nos ha condensado en las entrañas, y
es la piedra Bezoar que los cubanos llevamos dentro, y nos protege de
todos los venenos del malvado mundo. Es el arúspice indiscutible que señala el
único camino cierto e invariable de la patria. Cuba vive sólo bajo el signo de
Martí, el más omnímodo del Zodíaco ideológico. Sus textos son nuestra Cábala:
objeto de consulta y veneración, nunca de cuestionamiento. Sus contemporáneos
en su mayor parte lo despreciaron o ignoraron, pero nosotros sus extemporáneos
estamos condenados a seguirlo. Todos somos inoculados con el virus martiano,
una especie de droga legalizada que viene al nacer junto con la vacuna para el
sarampión. Estamos tan sobreideologizados, que esto ha provocado la saturación:
ya no nos cabe ni un mililitro más de Martí; como ha dicho Rolando Sánchez
Mejías en alguna de sus Historias de Olmo: los cubanos “están llenos de
contenido patrio”.
Quizás por todo lo anterior, privarse de
Martí y ponerlo a escala humana sea aún para muchos cubanos, más que una
herejía, una emasculación.
Martí tiene frases para todo, como la Biblia.
En una obra tan vasta como la suya es normal que suceda esto, pero no lo es
tanto que todo lo suyo se acepte como verdad indisputable, cual si fuera
Palabra de Dios. Pero se explica porque Martí ha sido la religión oficial de
Cuba desde hace muchos años. Al morir víctima de una desdichada torpeza, era
casi menos que un apestado, rechazado y menospreciado por los generales,
quienes apenas lo toleraron por ser sólo un civil. Por los españoles era visto
como un traidor a sus raíces y su formación. Estuvo en el medio de tirios y
troyanos: unos le decían “Capitán Araña”, y otros “Pepe Ginebrita”. En
realidad, por su carácter, tenía de cubano lo mismo que un ornitorrinco: su
mejor amigo desde la infancia, Fermín Valdés Domínguez, se burlaba cariñosamente
de él por su solemnidad extrema, su invencible tremendismo y su acartonado
sentido trágico de la vida.
Una vez que descubrieron el rico filón, la
inagotable mina polisémica de su obra, todos echaron mano de él, pero lo peor
es que desde el poder han impuesto su pensamiento como ejemplo de vida perfecta
y línea de conducta indeclinable. Desde muy temprano, Martí fue un saco de
donde surtirse ampliamente por los políticos y ciertos intelectuales.
Pero cuando más descarnada y descaradamente
se ha manipulado a Martí ha sido sin dudas durante el castrismo, desde su mismo
embrión, con la sangrienta asonada fallida del Cuartel Moncada. Cada acto, cada
discurso de Castro estuvo respaldado por algún “pensamiento” martiano, traído a
oportuna colación. El colmo fue que, al explotar la Fuga de Mariel, cuando más
de 120 mil cubanos escaparon de la cárcel insular, el gobierno colocó carteles
por numerosos sitios con una frase de Martí “hecha” para la ocasión: “Hay que
cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria
que los nutre”. El Apóstol, renacido, le bajó y se encarnó como
uno más de los vociferantes que frente a la Embajada del Perú en La Habana
gritaban: “¡Qué se vaya la escoria! ¡El que no salte es gusano!”
Todos hemos sido víctimas de esto. Quizás
los cubanos más jóvenes, con otro pensamiento, logren algún día desembarazarse
de ese peso, para intentar otra república futura, porque aquella con la que
soñó Martí ha sido y es un fracaso rotundo, a pesar de su inspiración y omnipresencia.
Y quizás lo ha sido por eso mismo, por estar bajo una estrella que, en verdad,
ilumina poco, pero mata muy bien.
(El
oráculo Martí. Cubaencuentro, febrero 2020)
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