Esa novela tiene una historia azarosa. Al escribirla temí porque hicieron recogidas de homosexuales y yo tenía un personaje gay, Silvestre —que se da como la verdolaga—, revolucionario a su manera. Le apliqué los primeros cortes, para aligerarla antes de que fuera a la imprenta. De los jurados, el peruano José María Arguedas se había encariñado con el argumento y pedía información, preocupado.
Publicaron la novela porque ganó y eso
estaba en las bases del concurso, pero no la mimaron, sino lo contrario.
Toparon con ese personaje, demasiado para entendederas cortas. ¡Quién ha visto
eso, el revolucionario es puro y duro como el mármol!, se estremeció una
pechugona profesora universitaria, en el rol de viuda de Robespierre, con licencia
para matar. Silvestre resultó un clavo en el zapato de quienes ansían ponerle
moldes a la vida. Y un agravante de tijeretazos dados por mí, a ver si componía
el desarreglo, pero no reduje la culpa. Mi empeño se explicaba en el ambiente
represivo que perseguía al “pecado contra natura” (“no es contra natura porque
está en natura”, argumentaba airado Lezama Lima), y más inquina despertó con la
rauda traducción de Gallimard y las ediciones en Polonia y Alemania, países
amigos o enemigos según las volteretas de ocasión. Vi con claridad que el mayor
pecado era el héroe gay, presencia imperdonable.
La novela pagó culpas del autor, o el autor
de la novela y nos sobrevino el silencio. Era, además, una polémica silenciada,
que pasaran por debajo de la mesa y los ofendidos mudos. Que autoridades
extranjeras no conocieran el desatino. Incluso las llamadas “rectificaciones”
posteriores quisieron travestirlas porque hasta en los países más mierderos se
sabe que son una bestialidad. Luego a las presuntas rectificaciones intentaron
dorarlas como conquistas sociales. Hubo un funcionario que quemó los muñecos
del Teatro Nacional de Guiñol convencido de que extirpaba el mal del
liberalismo proimperialista. ¿Qué habría escrito Freud de ese incendiario? Yo
temía comentar la situación en cartas a mis amigos extranjeros. Una paranoia
nada incierta controlaba el menor descuido.
Después de varias operaciones ortopédicas y
de 30 años, la novela apareció discretamente en librerías cubanas. Ya no estaba
en Cuba (es hábito) una asesora de arma blanca cuyo “informe de lectura”
empavorece. Lo guardo como reliquia ejemplar de una sanguinaria en acción. El
techo me vino a la cabeza hasta 10 años después. Había purgado una pena que
deseaban convertir en operación publicitaria de título “quinquenio gris”,
cariciosa con el error oficial y rigurosa con las víctimas que escalaron el
Everest en patines. Dejé constancia de esos tartamudeos en la edición reciente
de la novela, que al fin salió como fue escrita, con los párrafos culpables y el
maricón Silvestre, quien hizo justicia, aromatizado como una pomarrosa.
(Mis obras cuentan mis pasos, de ninguna me arrepiento, entrevista con Carlos Espinosa, Cubaencuentro, agosto 2020)
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