Siendo una loquita joven, aunque espeluznante, Oliente Churre vivía en
una residencia colonial, propiedad de sus antepasados, en la ciudad de
Trinidad. Su padre, al ver que tenía un hijo tan fuertemente mariquita que era
el hazmerreír de toda Trinidad (para él el centro del mundo), abandonó el país
en una lancha por el puerto de Casilda. Cuando penosamente, luego de
circunvalar la isla llena de tiburones, llegó a los Estados Unidos, lo primero
que vio en el Miami Herald (que desde
Cuba dirigía Fifo) fue una enorme foto de su hijo junto a un artículo donde
Oliente Churre hablaba de los progresos de la Iglesia anglicana en Cuba.
Aquella foto terrible se exhibía en casi todas las iglesias de Miami y hasta en
las guaraperas y centros comerciales de menor cuantía. El padre de Oliente, no
pudiendo soportar más aquel estigma (ya hasta había sido llamado por la Cubanísima
para hacerle una entrevista radial acerca de su hijo), agarró un inmenso
cuchillo de cocina y se apuñaló varias veces el pecho frente a la gran iglesia
episcopal del sur de la Florida.
Oliente Churre se vistió entoncs de negro de pies a cabeza y se
convirtió en la figura central de la Iglesia anglicana de su ciudad. Ya Fifo le
había hecho llegar la primera plana del Miami
Herald con su foto, y esta foto, junto a la de la reina Isabel de
Inglaterra en el momento de su investidura regia, colgaba en la gran pared del
comedor colonial de la casa triniteña. Bajo esas fotos, Oliente, acompañado por
las locas más fuertes de Trinidad, tomaba todos los días el té de las cinco de
la tarde.
La madre de Oliente, ante el dolor de la fuga de su esposo, su violenta
muerte y la algarabía que reinaba en aquella casa llena de pájaros vestidos de
negro, cogió un cáncer.
La buena señora ingresó en el hospital público de Trinidad. Mientras
era sometida a terribles quimioterapias, Oliente vendió casi todas las cosas
que había en la casa. En realidad, él no esperaba que su madre saliese con vida
del hospital. Pero a los dos meses la madre recibió el alta y regresó
gravemente enferma a una casa vacía poblada sólo por un juego de té, una
mesita, varias sillas y, desde luego, las fotos de la reina Isabel y de Oliente
Churre. Ni siquiera la pobre señora podía tomar agua fría, pues hasta el
refrigerador había sido vendido por su hijo. La sufrida señora iba todas las
tardes a la iglesia católica y allí se confesaba al señor cura. Sus últimas
palabras terminaban siempre con un llanto de ahogado:
–Mi hijo me ha privado de agua fría, señor, en el
momento en que expedía mi alma hacia lo ignoto.
Muchas fueron las protestas que provocó esta actitud tan despiadada de
Oliente Churre, y hasta el cura lo llamó a capítulo. Oliente, de guantes
negros, largo saco de faltriqueras negras sobre el que se dejaba caer una
caperuza negra, prometió remediar de alguna forma aquel problema del agua fría.
A las pocas semanas se apareció en la desamueblada mansión con una tinaja. Pero
esta tinaja no mejoró en nada la salud de su madre, quien tuvo de nuevo que
ingresar en el hospital. Ahora, según los médicos, la pobre señora no tenía
escapatoria.
Mientras la madre agonizaba en el hospital, Oliente Churre, cuyo apodo
era ya famosísimo debido a los perfumes ingleses que esparcía sobre sus ropones
sucios y negros, se trasladó como seminarista a la sede de la Iglesia episcopal
de La Habana. Allí conoció a un delincuente de alto calibre, que decía
descender de la familia de doña Isabel de Bobadilla, quien convenció a Oliente
para que vendiera la casa de su madre y se fueran juntos a Varadero. Al momento
se realizó la venta ilegal y el despilfarro de todo el dinero.
A las pocas semanas, cuando la madre agónica regresó a su casa no
había tal casa. Oliente seguía en Varadero con el descendiente de Isabel de
Bobadilla y el gran retrato de la reina Isabel. Tan escandalosa y fastuosa era
la vida que llevaba en Varadero que pronto, gracias a los buenos oficios de Coco
Salas, la noticia llegó a Trinidad. La madre, mientras expiraba, reunió a todo
el pueblo trinitario en la Torre de Iznaga. Trabajosamente se subió a la torre
y desde allí le comunicó a la multitud la estafa de la que había sido víctima y
calificó a su hijo de “endemonidado”. Como prueba contundente la madre mostró
una foto de su hijo. Eso bastó para convencer a toda la multitud de que se
trataba del Gran Satán. Allí mismo se organizó una cruzada contra el renegado.
Todos los trinitarios, garrote en alto, aun las locas que tomaban el té con
Oliente, se trasladaron a pie hasta Varadero con el fin de reducir a la loca e
imponerle sus responsabilidades de hijo. Esta contienda ha pasado a la
eternidad bajo el título de Una pelea
cubana contra los demonios, libro escrito por Fernando Ortiz... Mientras
eran perseguidos, Oliente y el descendiente de Bobadilla atravesaron toda la
provincia de Matanzas y se echaron al mar sobre una frágil balandra con el
propósito de llegar a la isla del Gran Caimán, propiedad de la corona
británica. Todo el tesoro que les
quedaba era una tinaja llena de agua potable y el retrato de Isabel II. Los
perseguidores, desatando una verdadera cacería humana, les dieron alcance y los
prófugos tuvieron que capitular. Empapados y hambrientos regresaron a la
orilla, siempre empujados por sus intrépidos perseguidores y por una tropa de
enfurecidos tiburones a quienes Oliente mantuvo a raya enseñándoles la foto de
la reina Isabel... Junto a la costa, sobre una parihuela, aguardaba la madre
agónica. Aquella figura cadavérica, calva y sufrida fue lo primero que vio el
hijo al saltar a tierra. Y al instante comprendió que le era casi imposible
escaparse de ella, que aquella madre agónica (que nunca terminaba de expirar)
era su condena y su agonía y que dondequiera que fuese tendría que llevarla y
atenderla. Por otra parte, allí donde estaba la belicosa población trinitaria,
las locas más justicieras y el ejército de Occidente con el fin de que Oliente
Churre cumpliera con su responsabilidad de hijo.
De todos modos, aunque Oliente firmó todos los compromisos madriles y
se le dio una casa de campaña, no podía quedarse en Trinidad, donde el pueblo
le pedía la cabeza. Siempre con su madre agónica, partió para La Habana,
deteniéndose cada dos millas para armar la tienda de campaña y atender a la
pobre señora in extremis. En La
Habana, la delegación provincial del Partido, que conocía perfectamente la
escasez de vivienda en toda la isla, le otorgó a Oliente Churre un permiso
especial para que armase su tienda de campaña donde mejor pudiese. Ya Oliente
había instalado su tienda en casi todos los solares yermos, parques y tejados
de La Habana. Podía irse al campo, donde el aire puro tal vez mitigaría la
gravedad de su madre. Pero Oliente rechazó rotundamente esta posibilidad. En La
Habana se había vuelto a integrar en la Iglesia episcopal y se dedicaba además
a la captura del descendiente de la Bobadilla.
Ahora mismo, en espera de que se calmen los dolores de su madre para
poder ir a casa de Clara, Oliente piensa con goce en la gran liturgia con
música de órgano que tendrá lugar en la iglesia episcopal, donde él, con un
unmenso sayón morado, portará uno de los palios santos.
(El color del verano.
Tusquets, 1999)
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