Se
acabó el whisky en casa de Pablo Armando Fernández y dieron por concluida la
Feria del Libro de La Habana. A Pablo Armando le habían descargado un
camioncito de pertrechos en la puerta de su casa en Miramar, la feria
estaba dedicada a él. Lo editaron y lo reeditaron (lo que no es seguro es que
lo lean), y para alegrarle sus últimas chocheras trajeron desde Guadalajara las
banderolas que pintara para aquella otra feria el pintor Waldo Saavedra.
Con
tales mamarrachos quisieron maquillar los muros de La Cabaña y emergió de esos
muros el pasado de la fortaleza: crímenes y sangre. (Una bandera pintada por
Saavedra pone los pelos de punta, refleja el cúmulo de abyecciones que conforma
un país. Su bandera cubana en un muro de La Cabaña daba entre miedo y asco.)
De
México también llegó Lisandro Otero. Le otorgaron el Premio Nacional de
Literatura y lo agradeció como si le hubiesen devuelto la nacionalidad. Se
sintió definitivo: “Al desaparecer en el polvo de la tierra, tras haber dejado
atrás infortunios y adversidades, nuestro paso permanecerá en la memoria por el
afán de alcanzar cimas de difícil conquista”. Le dio por los desmayos, los
desvanecimientos, los terepes: “Me desvanezco de la escena con la certidumbre
de que a nuestra generación sucede una hornada con su manera propia, siendo más
tolerantes que nosotros, más abiertos al mundo, mejor dotados para los combates
que vendrán”.
Y
se hizo perdonar su fuga a México: “Antes había sobrellevado una época difícil
durante la cual fui relegado a una silenciosa inercia antes de mi consumación.
Fue imprescindible buscar un hálito robustecedor que me permitiese continuar mi
camino”. Pero allá, en la Región Más Transparente Del Aire, no dejaba de pensar
en su terruño: “En esa etapa peregrina siempre habité en Cuba, respiré nuestro
aire, imaginé un horizonte de yagrumas en cada paisaje”.
(Ni
el más cursi paisaje pintado por el más cursi epígono del muchas veces cursi
Tomás Sánchez hubiese podido perpetrar ese horizonte de yagrumas. Con él
Lisandro Otero demuestra ser el mayor de nuestros escritores siboneyistas.
Siboney hasta la médula, nada azteca se le pegó por vivir fuera.)
A
tomarle el whisky a Pablo Armando vinieron los norteamericanos Russell Banks y
William Kennedy. Una investigadora británica autora de un nada desdeñable
tratado sobre las empresas culturales de la CIA durante la Guerra Fría reavivó
la nostalgia de los más viejos por aquellos años. Le dio cuerda a la batalla de
ideas, sirvió en bandeja la misma coartada de siempre, de hace cuarentitantos
años.
Las
editoriales extranjeras, con presencia cada vez más empobrecida, vendieron en
dólares. Los países andinos, a quienes estaba dedicada la feria, no trajeron lo
mejor de lo suyo. Venezuela dio prioridad a su presidente y toda la narrativa
de la región pareció concentrarse en Gabriel García Márquez y en sus recién
aparecidas memorias. Hubo marea de libros cubanos políticos, presentaron por
tercer año consecutivo la novela de Abel Prieto (en tercera edición o cuarta
edición ya). Ningún espía preso y ningún inventor de champú biotecnológico de
placenta se quedó sin su librito. La muy insípida literatura nacional tuvo su
espacio y se presentaron obras de Dickens, Diderot, Zola, Joyce y Chéjov. (Lo
más contemporáneo fue la “Lolita” nabokoviana. Nada de la literatura universal
de los últimos cuarenta años pues la colección Huracán es asesorada por Ambrosio
Fornet y Antón Arrufat, jóvenes del danzón.)
(…)
Viera
llegó desde su exilio mexicano y en La Habana los dueños de los caballitos le
hicieron ver qué difícil vida tendría de empeñarse en la presentación de su
novela. Le echaron las cartas, le tiraron los caracoles, lo sentaron ante una
bola de cristal y consultaron para él un I Ching con prólogo de Mao. Y cartas,
caracoles, bola y hexagrama resultaron unánimes: si quería viajar a Cuba en
otra ocasión no podría hacerlo; de querer volver a México no podría escaparse
por segunda vez, y de pretender vivir en Cuba lo echarían frontera afuera.
“Como quiera que te pongas, vas a sufrir”, le soltó a Félix Luis Viera el
oráculo marista.
Eso,
claro está, de emperrarse en la presentación. Pues presentar en La Cabaña
novela que cuenta la UMAP iba a ser catastrófico no sólo para su autor. La
Cabaña, sitio culturoso hoy, antes fue prisión revolucionaria con paredón de
fusilamiento. Alguien se ponía a recordar allí el campo de concentración que
fue la UMAP y los muros largaban la sangre que los embebía, iban a oírse
gritos... Y en cuanto a los menos muertos, Pablo Armando Fernández podría
recobrar la memoria (y la dignidad, de paso). Cintio Vitier, César López, Antón
Arrufat, Reynaldo González, Eduardo Heras León y Nancy Morejón, presentes en la
feria, recordarían las vejaciones que sufrieron y la Comparsa de los
Olvidadizos perdería el paso. Dejarían de celebrar cada capricho del gobierno
cubano, dejarían de ser sus cómplices.
Terminada
la feria, los periódicos de la isla publican cuánto ha crecido en lectores y en
libros vendidos, no en autores prohibidos y acallados. El espíritu de la UMAP
no termina de esfumarse y La Cabaña tiene aún (gracias al Ministerio de Cultura
y al Instituto Cubano del Libro) mucho de fortaleza y de mazmorra.
Vestido
con pijama que es guayabera, Pablo Armando Fernández vigila la entrada de su
casa en la alta madrugada. A veces le cuesta trabajo mantenerse en pie y Maruja
tiene que ayudarlo. En rara guardia cederista esperan la llegada de un camión,
del camión de los víveres. Porque le han prometido a Pablo que, aunque la feria
próxima estará dedicada a Carilda Oliver Labra, le entregarán el whisky a él.
(Carilda es abstemia.)
(La lengua suelta # 7. La Habana Elegante, segunda
época)
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