Conocí
a Carlos Victoria cuando lo del Mariel. Siempre tuvo ese narizón enorme que lo
hacía lucir como un cuadro de Archimboldo: sus ojos pequeños eran guisantes,
mientras que en el centro del rostro sobresalía un pimiento morrón
perpetuamente enrojecido por el alcohol, que, ya en aquel entonces, el escritor
ingería en cantidades oceánicas.
Creo
que fuimos juntos un par de veces a Trece Botones, una discoteca gay del Miami
remoto. Pasábamos la noche con Reinaldo Arenas y otros muchachones que lo
acompañaban. Carlitos era tímido, y no frecuentaba los bares, ni los parques,
ni el Cuarto Oscuro. Nadie supo nunca a ciencia cierta quién era. Una
invariable cerrazón lo mantenía constantemente apartado del mundo. Era como el
niño de la burbuja, y según creo, ni siquiera llegó a residir nunca
completamente en los Estados Unidos.
Aunque
tampoco me lo imaginaba en Cuba. Perteneció a esa generación de artistas que,
como gorriones de Mao, la Revolución obligó a volar lejos de su habitat, hasta
reventarlos. No tuvieron respiro, ni pudieron llegar. Cuando entraron a la
Universidad, los expulsaron. Y cuando salieron a la calle, los encarcelaron.
Después los deportaron, y los mandaron a ese campo de concentración que es
Miami. El Exilio se presentaba como un inmenso arrozal donde, ya por costumbre
o por miedo, evitaron posarse. Muchos artistas desauciados y desconocidos
deambulan por las calles de la ciudad: son como muertos vivos, y algo de eso
había también en Carlitos Victoria.
Tenía
una madre loca que cuidaba en algún punto de la urbe con ejemplar dedicación.
Pasó casi todos los años de su vida entre el cajón de concreto que mira a una
estúpida bahía y las habitaciones de una enferma, rodeado del inmenso cero que
fue Miami para él. Ese vacío se cuela por los intersticios de sus libros, donde
siempre falta algo, y donde la escritura misma se nutre de omisiones. Carlito
se separó formalmente de su maestro, el desbordante Reinaldo Arenas, y siguió
su propio camino de penitencia, amarrado a la máquina de escritura como si
fuera un pulmón de hierro que lo mantuvo vivo artificialmente.
Su
escritura es la del hombre triste, sin cualidades, para quien la literatura es
un páramo. Su único orgullo, la redacción notarial y consuetudinaria de los
eventos de una vida miamense truncada por una sola desgracia incalculable. No
hubo persona más extraña a las pasiones humanas ni más desengañada del mundo,
pero la amistad y la compasión eran sus constantes. Era una sombra mucho antes
de abandonarnos, y ahora se ha burlado del cáncer con una sobredosis de Tylenol.
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