De cuando en cuando, a algunos
escritores cubanos que viven en la isla les da por hablar de la paz, el
reencuentro, el perdón. Ideas nobles, por supuesto. Diríanse discípulos de
Gandhi, si no fuera por la dieta. Si no fuera porque Gandhi, en verdad,
protestaba. Pacíficamente, pero protestaba.
Sobre todo si andan de viaje, si
acaban de publicar libro en el extranjero, adoptan una pose ambigua, entre
sapiente y párvula, y en la primera rueda de prensa sueltan el rollo de la
reconciliación, el rechazo a una transformación violenta, en fin, el borrón y
cuenta nueva. Así, en abstracto.
Quien los vea, el hombro levemente
caído, las gafas a media asta, el tono mugido, no tiene más remedio que
admitir: “¡Esta gente sufre!” En verdad, han sufrido. Se les censuró y todavía
se les censura. Les negaron permisos de salida. Los echaron de los empleos, de
las universidades. Tuvieron que pasar una odisea para conseguir un aire
acondicionado. Dejaron de convocarlos (o nunca fueron convocados) a las
reuniones importantes. ¡A las fiestas importantes!
Sin embargo, ahora no hablan mucho
de sus sufrimientos. En todo caso, hablan de sus sufrimientos a la defensiva.
Cuando se les sorprende tratando de pasar gato por liebre. El gato del acomodo
con la dictadura por la liebre de la opinión heterodoxa. Es otra de las grandes
inversiones éticas que las dictaduras totalitarias imponen a la inteligencia de
un país. La víctima reclama su autoridad moral para legitimar al victimario.
De modo que estos escritores van
soltando de Buenos Aires a Estocolmo los tópicos de la reconversión de la
verdad, del maquillaje de la historia. Alguno alcanza a quejarse de que nadie
le pregunta a Paul Auster sobre política pero que a él si le indagan
constantemente, irritantemente, sobre la dictadura de los Castro. (Aclaremos,
él nunca pronuncia la palabra “dictadura”). De hecho, según él, hablar de
dictadura en Cuba puede ser excesivo. “Hay muchas Cuba”, dice. Debían
preguntarle si en alguna de esas muchas Cuba existe un estado de derecho.
Si pasamos por alto la
desconsiderada comparación con Paul Auster, no deja de haber cierta ternura en
estos argumentos. Cierto eco de incorporado terror. El apego desesperado a las
protectoras simplificaciones de nuestra temprana juventud. Cada cual sobrevive
como puede.
Hace poco, alguien ha entrado en el
poco frecuentado terreno de la oposición violenta a la dictadura. No se deben
cambiar las cosas a punta de ametralladora, dice. Además, ¿cómo vamos a
matarnos unos a otros para cambiar un sistema que hemos construido nosotros
mismos?
Aquí hay que deslindar entre la
paja y el heno. Por un elemental principio humanista, la violencia no puede ser
propuesta como solución política. No obstante, sería inmoral descalificar la
oposición armada contra un poder ilegítimo perpetuado por la fuerza. En el
mismo orden, no porque la dictadura sea obra de cubanos (¿de quiénes iba a
ser?) la responsabilidad queda repartida a partes iguales. En rigor, todos
sabemos muy bien quiénes son los responsables.
Entiéndase, no se trata de pedirle
a estos escritores que se pasen a la disidencia. Que eleven su voz frente a la
represión. Que escriban poemas sobre el presidio político. Que quemen su carnet
de la UNEAC. Que salgan a repartir subversivas octavillas. En fin, que apunten
con su palabra a la cabeza del tirano. Nadie tiene derecho a pedírselos. Menos
aún desde Miami.
Pero, por una cuestión de obvio
pudor, de rudimentaria decencia, de mero respeto a sus propios talentos,
¿podrían dejar de hablar de la cosa ya que no quieren llamar a la cosa por su
nombre?
(Los escritores cubanos, o posan de Gandhi o de suecos. El Nuevo
Herald, abril 2016)
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