Me atrevo a sumarle un elogio que puede devenir
incómodo. De los nombres de su generación, de la posibilidad literaria de
quienes integran su estirpe, acaso sea él, entre todos, el autor con el que más
provecho se puede debatir. Debatir: no discutir provocativamente: eso es
territorio de Piñera. La lectura de “Lo cubano en la poesía” arrancará, en el
lector no ingenuo, estados de ánimo capaces de extender esas páginas hasta las
interrogantes que el poeta cubano aún no responde, o demora en articular bajo
circunstancias diferentes a las de aquel 1957 para encontrar otro espejo.
Admiradores o quejosos de su cartografía, estamos condenados a tenerlo en
cuenta, así sea para rebatirle sus excesos. Eso hará de este hombre un clásico,
al menos dentro del mapa que él mismo profetizó. Hoy, resulta arduo creer que
"la poesía va iluminando al país". Y su poesía, al menos para mí, se
demora en ofrecerme fragmentos que pueda recordar amablemente. Me excuso para
no opinar sobre sus novelas: puede hallarse en la literatura cubana ejemplos
más evidentes del aburrimiento que puede ser, para algunos, la biografía
disfrazada de fábula trascendente. Una mano ávida hurgará en las diferencias
que tuvo con sus amigos de generación (el mito de la amistad inquebrantable con
Lezama tiene altas y bajas: en el último número de “Espuela de plata”,
recuérdese, ya Cinthio Vitier no aparece entre "los que aconsejan"),
para calibrar las humanidades que a ratos se nos esconden en el sopor de tanta
espiritualidad. Y tendremos, también, que reconocerlo en el pontífice que
organizó un culto lezamiano, de tal poderío que no pocos, aún hoy, creen ver y
entender al Maestro a través de esos ojos.
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