Thursday, November 3, 2016

Andrés Reynaldo vs. escritores de la isla (Wendy Guerra)

De cuando en cuando, a algunos escritores cubanos que viven en la isla les da por hablar de la paz, el reencuentro, el perdón. Ideas nobles, por supuesto. Diríanse discípulos de Gandhi, si no fuera por la dieta. Si no fuera porque Gandhi, en verdad, protestaba. Pacíficamente, pero protestaba.
   Sobre todo si andan de viaje, si acaban de publicar libro en el extranjero, adoptan una pose ambigua, entre sapiente y párvula, y en la primera rueda de prensa sueltan el rollo de la reconciliación, el rechazo a una transformación violenta, en fin, el borrón y cuenta nueva. Así, en abstracto.
   Quien los vea, el hombro levemente caído, las gafas a media asta, el tono mugido, no tiene más remedio que admitir: “¡Esta gente sufre!” En verdad, han sufrido. Se les censuró y todavía se les censura. Les negaron permisos de salida. Los echaron de los empleos, de las universidades. Tuvieron que pasar una odisea para conseguir un aire acondicionado. Dejaron de convocarlos (o nunca fueron convocados) a las reuniones importantes. ¡A las fiestas importantes!
   Sin embargo, ahora no hablan mucho de sus sufrimientos. En todo caso, hablan de sus sufrimientos a la defensiva. Cuando se les sorprende tratando de pasar gato por liebre. El gato del acomodo con la dictadura por la liebre de la opinión heterodoxa. Es otra de las grandes inversiones éticas que las dictaduras totalitarias imponen a la inteligencia de un país. La víctima reclama su autoridad moral para legitimar al victimario.
   De modo que estos escritores van soltando de Buenos Aires a Estocolmo los tópicos de la reconversión de la verdad, del maquillaje de la historia. Alguno alcanza a quejarse de que nadie le pregunta a Paul Auster sobre política pero que a él si le indagan constantemente, irritantemente, sobre la dictadura de los Castro. (Aclaremos, él nunca pronuncia la palabra “dictadura”). De hecho, según él, hablar de dictadura en Cuba puede ser excesivo. “Hay muchas Cuba”, dice. Debían preguntarle si en alguna de esas muchas Cuba existe un estado de derecho.
   Si pasamos por alto la desconsiderada comparación con Paul Auster, no deja de haber cierta ternura en estos argumentos. Cierto eco de incorporado terror. El apego desesperado a las protectoras simplificaciones de nuestra temprana juventud. Cada cual sobrevive como puede.
   Hace poco, alguien ha entrado en el poco frecuentado terreno de la oposición violenta a la dictadura. No se deben cambiar las cosas a punta de ametralladora, dice. Además, ¿cómo vamos a matarnos unos a otros para cambiar un sistema que hemos construido nosotros mismos?
   Aquí hay que deslindar entre la paja y el heno. Por un elemental principio humanista, la violencia no puede ser propuesta como solución política. No obstante, sería inmoral descalificar la oposición armada contra un poder ilegítimo perpetuado por la fuerza. En el mismo orden, no porque la dictadura sea obra de cubanos (¿de quiénes iba a ser?) la responsabilidad queda repartida a partes iguales. En rigor, todos sabemos muy bien quiénes son los responsables.
   Entiéndase, no se trata de pedirle a estos escritores que se pasen a la disidencia. Que eleven su voz frente a la represión. Que escriban poemas sobre el presidio político. Que quemen su carnet de la UNEAC. Que salgan a repartir subversivas octavillas. En fin, que apunten con su palabra a la cabeza del tirano. Nadie tiene derecho a pedírselos. Menos aún desde Miami.
   Pero, por una cuestión de obvio pudor, de rudimentaria decencia, de mero respeto a sus propios talentos, ¿podrían dejar de hablar de la cosa ya que no quieren llamar a la cosa por su nombre?

(Los escritores cubanos, o posan de Gandhi o de suecos. El Nuevo Herald, abril 2016)

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