Imaginemos una
película de dos partes. En la primera hay un grupo de candidatos. Es diciembre.
O enero. Da lo mismo. Hay un jurado. Testosterona. Estrógeno. Pasa lo que no
tiene que pasar. Lo irremediable. Se hacen grupúsculos impares. Conciliábulos.
Intentan ser discretos pero al final todo se sabe. Alguien se entera. Una
llamada o un email. La discusión dura dos horas y media de una película de
tres. Se elige un ganador. Besos y música de fondo (algún tema de José María
Vitier). Termina la primera parte de la película.
La segunda
parte es la que menos nos interesa. El eco en todas las revistas cubanas. La
hagiografía. Una nueva sección en la Gaceta
de Cuba. En ese lapso el naciente Premio Nacional es acuchillado y
sobrevive, es estrangulado y sobrevive, es apaleado y sobrevive. Le sacan
fotos. Incluso alguna gigantografía. Naturalmente, la fotogenia no tiene nada
que ver con la buena literatura. (Pienso en Thomas Pynchon, el escritor
norteamericano con más fama de recluido e invisible: la casi única foto que se
le conoce es la del anuario del college.
La foto de un nerd.) Pero hay en todo
ello una lección interesante: en cierto modo, la danza del Premio Nacional
puede ser relatada como una liturgia vaticana: la tensión, los rumores, el humo
blanco en los jardines de la UNEAC, las nominaciones inútiles de las instituciones,
las habladurías de algunos periodistas sobre el supuesto vínculo de la Semana
de Autor de la Casa de las Américas, el secretismo de la Academia Cubana de la
Lengua, terminan recordando todos los años al método de elección de un nuevo
Papa. Porque sí, algunos de nuestros Premios Nacionales de Literatura huelen
más a conspiración de pasillo. A susurro. A cónclave. A ensalmo. A velas
encendidas. A Giordano Bruno quemándose en la hoguera. A una novela de Dan
Brown, a fin de cuentas. De ahí que sería interesante que este año, gane quien
gane, aconteciera con el Premio Nacional lo mismo que pasó luego del cónclave
que eligió a Benedicto XVI, cuando unos cardenales filtraron a la prensa lo que
sucedió en la elección; todos esos tira y encoge que convirtieron a Ratzinger
en Papa.
Como lector,
pienso que por acá falta una versión taquigráfica de las broncas del jurado del
Premio Nacional de Literatura. Una versión estenotipia que no esquive el
resentimiento; la intimidación; el sociolismo; las anécdotas intercambiables
como sexo rápido; los criterios de algunos ensayistas donde suena la insensatez
a todo volumen. Esas actas serían, cómo no, un best seller, un libro negro, un verdadero testimonio al filo de la
combustión.
Por supuesto,
no sé quién podría publicar tal libro. Qué casa editorial cubana se atrevería a
transformar toda esa grasa en literatura, todo ese montón de personalidades
–“los grandes escritores disertando/ con camisas de hilo”, como dice Oscar
Cruz– en tiro al blanco.
Los lectores
que se llevaron las manos a la cabeza de asombro con Polémicas culturales de los 60 –un libro publicado con un delay de
cuarenta años–, no sabrían cómo asimilar tanto presente sin la correspondiente
taquicardia. Porque en Cuba no estamos acostumbrados a ser contemporáneos. No
hay inmediatez editorial. Vivimos en una especie de flash back. Levemente anacrónicos. Nuestro tiempo es el tiempo de
las narraciones de Proust. (El pasado es a los editores cubanos lo que los
ponis, estribos, arcos y flechas eran a los mongoles.) Esa sería, parafraseando
a Jorge Luis Borges, la supersticiosa ética de las editoriales cubanas. Oyeron
que el presente está contraindicado y demorarán veinte o treinta años en
publicar las polémicas de hoy; aun cuando no hay ninguna razón para suponer que
probablemente los desacuerdos que se originen esta tarde sean menos excelentes
que los que se produjeron hace cien años. En realidad, puede haber buenas
razones para esperar exactamente lo contrario.
No estaría mal
que pasara eso este año. Que publicaran las verdaderas actas del jurado. Sin
hervir. Sin hipoclorito. Hemos estado esperando, año tras año, que le otorguen
el Premio Nacional de Literatura a José Kozer, y, obvio, nos corresponde
también enterarnos de la enjundia. De la discusión. Quién votó a quién, qué le
interesaba, qué odiaba, cuáles pactos podrían haber quedado detrás del asunto.
Por supuesto, algunas amistades quedarán rotas. Alguien estará despotricando de
ese libro en alguna parte. Alguien hará el papel de Víctor Mesa en las últimas
temporadas, guardando su traje de gala, manteniendo a su equipo en el dugout, pensando en todas esas fiestas
del mañana que no llegarán, prendiendo el televisor semanas después para ver el
documental de Julita Osendi sobre el ganador. No es agradable. La elección
–porque sí– de un Premio Nacional de Literatura todos los años tampoco lo es.
Demasiadas
vacantes.
(Cónclave. OnCuba Magazine, octubre 2015)
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