Thursday, June 30, 2016

Gilberto Padilla Cárdenas sobre el Premio Nacional de Literatura

Imaginemos una película de dos partes. En la primera hay un grupo de candidatos. Es diciembre. O enero. Da lo mismo. Hay un jurado. Testosterona. Estrógeno. Pasa lo que no tiene que pasar. Lo irremediable. Se hacen grupúsculos impares. Conciliábulos. Intentan ser discretos pero al final todo se sabe. Alguien se entera. Una llamada o un email. La discusión dura dos horas y media de una película de tres. Se elige un ganador. Besos y música de fondo (algún tema de José María Vitier). Termina la primera parte de la película.
   La segunda parte es la que menos nos interesa. El eco en todas las revistas cubanas. La hagiografía. Una nueva sección en la Gaceta de Cuba. En ese lapso el naciente Premio Nacional es acuchillado y sobrevive, es estrangulado y sobrevive, es apaleado y sobrevive. Le sacan fotos. Incluso alguna gigantografía. Naturalmente, la fotogenia no tiene nada que ver con la buena literatura. (Pienso en Thomas Pynchon, el escritor norteamericano con más fama de recluido e invisible: la casi única foto que se le conoce es la del anuario del college. La foto de un nerd.) Pero hay en todo ello una lección interesante: en cierto modo, la danza del Premio Nacional puede ser relatada como una liturgia vaticana: la tensión, los rumores, el humo blanco en los jardines de la UNEAC, las nominaciones inútiles de las instituciones, las habladurías de algunos periodistas sobre el supuesto vínculo de la Semana de Autor de la Casa de las Américas, el secretismo de la Academia Cubana de la Lengua, terminan recordando todos los años al método de elección de un nuevo Papa. Porque sí, algunos de nuestros Premios Nacionales de Literatura huelen más a conspiración de pasillo. A susurro. A cónclave. A ensalmo. A velas encendidas. A Giordano Bruno quemándose en la hoguera. A una novela de Dan Brown, a fin de cuentas. De ahí que sería interesante que este año, gane quien gane, aconteciera con el Premio Nacional lo mismo que pasó luego del cónclave que eligió a Benedicto XVI, cuando unos cardenales filtraron a la prensa lo que sucedió en la elección; todos esos tira y encoge que convirtieron a Ratzinger en Papa.
   Como lector, pienso que por acá falta una versión taquigráfica de las broncas del jurado del Premio Nacional de Literatura. Una versión estenotipia que no esquive el resentimiento; la intimidación; el sociolismo; las anécdotas intercambiables como sexo rápido; los criterios de algunos ensayistas donde suena la insensatez a todo volumen. Esas actas serían, cómo no, un best seller, un libro negro, un verdadero testimonio al filo de la combustión.
   Por supuesto, no sé quién podría publicar tal libro. Qué casa editorial cubana se atrevería a transformar toda esa grasa en literatura, todo ese montón de personalidades –“los grandes escritores disertando/ con camisas de hilo”, como dice Oscar Cruz– en tiro al blanco.
   Los lectores que se llevaron las manos a la cabeza de asombro con Polémicas culturales de los 60 –un libro publicado con un delay de cuarenta años–, no sabrían cómo asimilar tanto presente sin la correspondiente taquicardia. Porque en Cuba no estamos acostumbrados a ser contemporáneos. No hay inmediatez editorial. Vivimos en una especie de flash back. Levemente anacrónicos. Nuestro tiempo es el tiempo de las narraciones de Proust. (El pasado es a los editores cubanos lo que los ponis, estribos, arcos y flechas eran a los mongoles.) Esa sería, parafraseando a Jorge Luis Borges, la supersticiosa ética de las editoriales cubanas. Oyeron que el presente está contraindicado y demorarán veinte o treinta años en publicar las polémicas de hoy; aun cuando no hay ninguna razón para suponer que probablemente los desacuerdos que se originen esta tarde sean menos excelentes que los que se produjeron hace cien años. En realidad, puede haber buenas razones para esperar exactamente lo contrario.
   No estaría mal que pasara eso este año. Que publicaran las verdaderas actas del jurado. Sin hervir. Sin hipoclorito. Hemos estado esperando, año tras año, que le otorguen el Premio Nacional de Literatura a José Kozer, y, obvio, nos corresponde también enterarnos de la enjundia. De la discusión. Quién votó a quién, qué le interesaba, qué odiaba, cuáles pactos podrían haber quedado detrás del asunto. Por supuesto, algunas amistades quedarán rotas. Alguien estará despotricando de ese libro en alguna parte. Alguien hará el papel de Víctor Mesa en las últimas temporadas, guardando su traje de gala, manteniendo a su equipo en el dugout, pensando en todas esas fiestas del mañana que no llegarán, prendiendo el televisor semanas después para ver el documental de Julita Osendi sobre el ganador. No es agradable. La elección –porque sí– de un Premio Nacional de Literatura todos los años tampoco lo es.
   Demasiadas vacantes.

(Cónclave. OnCuba Magazine, octubre 2015)

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