Si hablar de
lo que dice un libro siempre es un negocio tramposo, lo es mucho más hablar de
lo que no dice. No obstante, en el caso de una historia nacional que se
pretenda abarcadora y objetiva, hay silencios que afectan irremediablemente la
idea de conjunto. En el caso de esta historia, por mínima que se pretendiera,
deberían haberse dedicado algunas páginas más a abordar el período que va desde
el derrocamiento del régimen de Gerardo Machado en 1933 hasta el golpe de
Eestado en 1952. Sobre todo en lo que respecta a la década populista de
Fulgencio Batista (1934-1944), la constitución de la Confederación de
Trabajadores de Cuba (CTC) y su traspaso violento de manos comunistas a
"auténticas" y el desarrollo de lo que en la Historia de Cuba se
viene a conocer como el "bonchismo" o "gangsterismo"
político.
Sin lo
anterior, muchos fenómenos descritos en el libro resultan incomprensibles al
lector no iniciado: desde la relativa popularidad de Batista antes del golpe,
el gran peso de los sindicatos en ciertos momentos de la vida política del
país, la escasa intervención de la clase obrera en la oposición contra Batista,
lo incruento del golpe de Estado de 1952 o los orígenes políticos gangsteriles
de Fidel Castro.
En cuanto al
costo en vidas humanas del proceso que recoge Rojas es más bien parco (su
conteo se detiene en 1.330 ejecuciones hasta 1960) a pesar de la abundante y
fiable información que existe al respecto. Y, aunque su libro se adentra hasta
el primer semestre del 2015, eventos con tantas repercusiones en la historia
reciente como el hundimiento del remolcador "13 de Marzo" en 1994, la
muerte en huelga de hambre del prisionero de conciencia Orlando Zapata Tamayo o
los fallecimientos en circunstancias muy cuestionables del exministro del
Interior José Abrahantes y de opositores como Oswaldo Payá y Laura Pollán, son
ignorados.
Pero mucho más
importante que todo lo anterior es la ausencia del que posiblemente sea el
factor más importante en la historia cubana de las últimas seis décadas: la
infatigable voluntad de (adquirir y retener) poder de los hermanos Castro. Sin
abordar y entender dicho factor, buena parte de esa historia reciente es un
amasijo de hechos incomprensibles, sin mucha relación entre sí: desde la
ruptura, bajo los pretextos más peregrinos, de pactos con el resto de las
organizaciones opuestas a Batista hasta los cíclicos ascensos y destituciones
de figuras supuestamente llamadas a tomar el relevo de los Castro.
Dicha voluntad
de poder explica por qué la mayor concentración que llevó la oposición pacífica
contra Batista en el Muelle de Luz en noviembre de 1955 buscando una salida
negociada al conflicto fue reventada por efectivos del Movimiento 26 de Julio a
silletazos y gritos de "¡Revolución!". Explica la sucesiva
provocación de crisis por parte de Fidel Castro para conseguir determinados
objetivos políticos (en contraste con los métodos más discretos de su hermano
para aprovecharse de esas mismas crisis). Hacen comprensible la fría ejecución
de tramas de extorsión a Estados extranjeros o la de notorios crímenes de
Estado sin importar si sus víctimas fueran niños o los colaboradores más
cercanos y eficientes.
Esa voluntad
de poder y su necesidad de imponer ciertas condiciones en sus relaciones con
los soviéticos explican bastante mejor sus vaivenes en política económica en la
segunda mitad de la década del 60 que la hipótesis de Rojas de que, en un
inusual ataque de sentimentalismo, "Fidel Castro intentara serle leal por
un tiempo" al legado ideológico del Che Guevara.
En la Historia mínima… el vacío que queda en
el lugar donde debería ir esta voluntad de poder da lugar a situaciones que
rozan la comedia. Así, según Rojas, luego del discurso en el que Fidel Castro
declara el carácter socialista de la revolución "varios líderes del viejo
Partido Socialista Popular" entienden tal declaración "como una
invitación a integrar plenamente la estructura del Estado". Luego serán
"designados en posiciones clave del nuevo Estado socialista". Así,
impersonalmente, como si el plan en el que serían usados como meras piezas
recambiables no tuviera un autor muy concreto.
Pero todavía
más llamativa es la ausencia de dos palabras sin las que, desde mi punto de
vista, es imposible entender la historia cubana reciente: estos son conceptos
tan elementales como dictadura y totalitarismo. Bueno, debo rectificar. El de
dictadura se emplea ampliamente en el libro, pero solo para designar a
regímenes como el de Batista, Duvalier, Somoza, Rojas Pinilla o Marcos Pérez
Jiménez pero nunca para el liderado por Fidel Castro o por su hermano y sucesor.
Y no porque Rojas le tuviera reservado un concepto más preciso como el de
totalitarismo, a pesar de que el propio Rojas reconoce en diferentes momentos
del libro que la Revolución cubana dio origen a "un Estado con gran
capacidad de intervención en la vida cotidiana" (pág. 15), a "un
acelerado proceso de militarización de las masas" y a una creciente
"segregación social y represión política" (pág.125), a un total
"control del Estado sobre la economía" (pág.158), a un proceso de
"sovietización de la cultura" (pág. 171) y a diversas maneras de
censura y control ideológico de un gobierno dedicado a "combatir la
tendencia a la autonomía de los artistas e intelectuales" (pág. 175).
Sin embargo,
la mención dispersa de los componentes del totalitarismo no sustituye el
concepto ni mucho menos explica la persistencia del régimen y su peso decisivo
en la vida, el imaginario y las expectativas de los cubanos. Ni el concepto de
"orden socialista" elegido por Rojas refleja las dimensiones
económicas, políticas, sociales y culturales del régimen que imperó en Cuba
durante décadas, como tampoco el desmantelamiento de dicho orden explica el
carácter epidérmico de las actuales reformas.
Adoptar
conceptos distintos a los que durante décadas ha usado un régimen para disimular
su dimensión arbitraria y represiva es, más que un prurito ético, un imperativo
gnoseológico. Como diría Richard Rorty, aceptar el vocabulario heredado es
rendirnos de alguna manera ante cierto orden de la realidad, "es aceptar a
otro la descripción de uno mismo, ejecutar un programa previamente preparado,
escribir a lo máximo variaciones de poemas previamente escritos",
resignarnos a hacernos las mismas preguntas de siempre en lugar de plantearnos
cuestiones nuevas. Insistir en el mismo vocabulario habla menos de cierta
comprensión del pasado que de una profunda y entendible desesperanza ante el
presente.
Que un
intelectual de la talla y el rigor conceptual de Rafael Rojas use esos términos
para referirse al régimen cubano como manera de atestiguar el carácter objetivo
de su estudio nos da una idea de lo absoluta que ha sido la victoria del
castrismo sobre el imaginario colectivo de su época. De lo inevitable que nos
parece su control, no solo sobre el presente, sino también sobre el futuro
cubano.
Ya se sabe que
quien controla el presente controla a su vez el futuro y el pasado y, ante el
previsible futuro que le aguarda a Cuba, parece lógico excluir del pasado todo
elemento que desentone, ya sea en el plano de los conceptos o el de los hechos,
con "la postergada reforma del sistema político heredado de la Revolución
de 1959" (pág. 193). Cierto que, dadas las actuales circunstancias, una
sucesión dentro del marco castrista sería el escenario más esperable pero, como
todo historiador debe saber, lo único seguro en el transcurso de las cosas
humanas es su carácter incierto. De modo que lo más prudente es tener a mano
todos los pasados que tengamos a nuestra disposición, sin excluir ninguno. Ya
el futuro sabrá qué hacer con ellos.
(Una historia mínima de la Revolución.
Diario de Cuba, septiembre 2015)
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