La primera
pregunta es hasta qué punto el creador debe sacrificar la realización de su
obra frente a una situación transitoria.
De nuevo el
ejemplo de Martí puede resultar contraproducente. La famosa frase del arte a la
hoguera no hay que seguirla al pie de la letra. De ser así Cuba sería un páramo
cultural, porque siempre han existido razones para el fuego.
El grupo
Orígenes, tan fructífero en martianos, no siguió las palabras del “Apóstol”.
Más bien hizo todo lo contrario durante toda la tiranía de Fulgencio Batista y
en algunos casos y situaciones también tras el primero de enero de 1959: se
alejó lo más posible de las llamas.
Otra cuestión
es el peligro de la manipulación en cualquier sentido. El argumento —no pocas
veces usado como justificación— de que los fines políticos de ambos bandos no
dejan de ser eso: fines políticos, medios para alcanzar el poder.
A todo esto se
añade que la cultura la hacen los miembros de una comunidad o un país, no un
gobierno. Hay que diferenciar entre las acciones individuales y las de un
Estado.
Apoyar a los
mediadores culturales del régimen es otra forma de apoyar al régimen, pero
rechazar en bloque a todos los creadores es menospreciar la cultura.
Aquí están
presenten las dos principales reacciones ante los artistas e intelectuales,
procedentes de Cuba o manifestadas en Miami.
La primera es
de franco rechazo, de oposición abierta, de desprecio y odio. La segunda es la
búsqueda pasiva de un espacio abierto que permita el encuentro. Ambas han
mostrado su ineficacia. Bajo los términos intercambiables de tolerancia e
intolerancia no se ha logrado alcanzar la necesaria delimitación de linderos:
el rechazo lleva a la pérdida de la confrontación, por la que a veces vale la
pena pasar por alto las trampas del enemigo. Juntos pero no revueltos.
Queda también
la urgencia de debatir una situación que no resulta fácil de comprender fuera
de Cuba, y cuya capacidad de asimilación comienza a alejarse desde el día en
que uno sale de la Isla: el ambiente de encierro, frustración y desesperanza en
que viven quienes no abandonan el país.
Las respuestas
para algunas de estas preguntas vienen forzadas por las mismas condiciones
imperantes en Cuba en la actualidad. Aún es difícil —aunque no imposible— crear
una obra sólida dando la espalda a la realidad nacional.
Eso en el caso
de un escritor, porque en otros campos de la cultura —música, pintura— no
existe duda en que no solo es posible sino frecuente el vivir ajeno al entorno.
Pero en
literatura nadie parece librarse del acecho de “algún poema peligroso”.
Que el
intelectual cubano haya visto relegado su papel en los aspectos políticos no
tiene necesariamente consecuencias negativas. Quizá todo lo contrario. Sobre
todo a partir de reconocer que esa supuesta función de “intelectual orgánico” fue
sumisión y acomodo en los mejores casos; simple desempeño de trabajo
burocrático, con disfraz de artista o escritor en otros, y labor represiva o de
censor en algunos ejemplos.
Más allá de la
función de conciencia crítica, inherente al acto de creación, la participación
de los escritores y artistas en los estratos del Gobierno —aun limitada a los
aspectos de orientación— no solo ha resultado en muchas ocasiones errónea, sino
incluso contraproducente y hasta peligrosa.
Pero en un
país como Cuba, donde la organización social, cultural, económica y política se
caracteriza por el dominio gubernamental —gobierno, no Estado, dueño de todo—,
la complicidad adquirió un carácter compulsivo imposible de eludir salvo con el
abandono: el exilio o el reino.
Así que tras
los años del intelectual orgánico, el poeta guerrillero y el novelista
funcionario, resultó saludable pensar que lo mejor que hacían los escritores y
artistas en la Isla era dedicarse a sus libros, películas, composiciones
musicales y de artes plásticas; no “perder su tiempo” en otros asuntos, salvo
por razones de subsistencia.
Pareció
adecuado entonces mantenerse en la ribera. Cuba continuaba siendo una
excepción, pero incluso en este caso se alzaban voces que intentaban propiciar
un acercamiento en que la política —si no podía quedar completamente excluida—
fuera al menos relegada a un segundo o tercer plano.
Las
intenciones resultaron claras en pocas ocasiones y torcidas la mayoría de las
veces.
Aunque la
posibilidad del aislamiento intelectual no debe despreciarse simplemente con un
rechazo, tampoco excluye el reproche. Si bien ello no invalida una obra, no
necesariamente salva a un autor de un aspecto negativo al considerar su
persona.
El intelectual
no tiene que sentirse obligado a emitir criterios sobre todo lo que ocurre,
pero tampoco puede librarse de una maldición que arrastra a muchos creadores:
opinar y participar de alguna forma en la vida social y política.
El 1 de enero
de 1959 los intelectuales cubanos despertaron con una noticia alegre que pronto
se transformó en amarga: el triunfo de una revolución para la que —pronto
comenzarían a escuchar la reclamación hasta el cansancio— ellos no habían hecho
lo suficiente.
No es hasta
esa fecha que la ejecución política en Cuba adquiere una trascendencia
internacional superior a cualquier logro cultural, en cuanto a importancia y
nivel de influencia (no se trata ahora de valorarla sino de fijar su alcance),
y se abre la posibilidad de un momento en que la cultura y sus creadores se
beneficien de este despliegue internacional. Pero en la curva que describe la
evolución de ese proceso, durante los últimos 56 años, la cultura se ha
mantenido a la zaga: incapaz tras un período de florecimiento inicial de
aprovechar las altas y bajas para destacarse.
A partir de
ese inicio de año y durante muchos más, los escritores cubanos lucharon
—algunos con honestidad, otros en apariencia— por librarse de una carga que al
principio fue culpa existencial y terminó transformada en alabanza, oportunismo
y cobardía. De esta forma, buena parte de ellos terminaron siendo “más
revolucionarios” cuando precisamente lo fueron menos. Marcharon, hicieron
guardias y gritaron consignas. Demostraron una complacencia mayor que nunca con
el poder.
Por encima de
la discusión sobre hasta qué punto se impuso la práctica oportunista y cuándo
terminó la voluntad revolucionaria, lo que definió las primeras décadas del
proceso revolucionario fue la imposibilidad de que los escritores pudieran
escapar del debate político.
No es hasta
los años noventa del pasado siglo que se abre en Cuba la posibilidad de definir
una labor literaria al margen de la política, y asumir una posición que es
tanto un rechazo a la situación en la Isla como un establecimiento de
jerarquías. Es posible que este orden de prioridades menosprecie aspectos
sociales que deben preocupar a todo ciudadano, pero debe ser considerado como
una opción del individuo.
(Intelectuales, censura y política en Cuba.
Cubaencuentro, enero 2016)
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