Thursday, June 23, 2016

Alejandro Armengol sobre los intelectuales cubanos

La primera pregunta es hasta qué punto el creador debe sacrificar la realización de su obra frente a una situación transitoria.
   De nuevo el ejemplo de Martí puede resultar contraproducente. La famosa frase del arte a la hoguera no hay que seguirla al pie de la letra. De ser así Cuba sería un páramo cultural, porque siempre han existido razones para el fuego.
   El grupo Orígenes, tan fructífero en martianos, no siguió las palabras del “Apóstol”. Más bien hizo todo lo contrario durante toda la tiranía de Fulgencio Batista y en algunos casos y situaciones también tras el primero de enero de 1959: se alejó lo más posible de las llamas.
   Otra cuestión es el peligro de la manipulación en cualquier sentido. El argumento —no pocas veces usado como justificación— de que los fines políticos de ambos bandos no dejan de ser eso: fines políticos, medios para alcanzar el poder.
   A todo esto se añade que la cultura la hacen los miembros de una comunidad o un país, no un gobierno. Hay que diferenciar entre las acciones individuales y las de un Estado.
   Apoyar a los mediadores culturales del régimen es otra forma de apoyar al régimen, pero rechazar en bloque a todos los creadores es menospreciar la cultura.
   Aquí están presenten las dos principales reacciones ante los artistas e intelectuales, procedentes de Cuba o manifestadas en Miami.
   La primera es de franco rechazo, de oposición abierta, de desprecio y odio. La segunda es la búsqueda pasiva de un espacio abierto que permita el encuentro. Ambas han mostrado su ineficacia. Bajo los términos intercambiables de tolerancia e intolerancia no se ha logrado alcanzar la necesaria delimitación de linderos: el rechazo lleva a la pérdida de la confrontación, por la que a veces vale la pena pasar por alto las trampas del enemigo. Juntos pero no revueltos.
   Queda también la urgencia de debatir una situación que no resulta fácil de comprender fuera de Cuba, y cuya capacidad de asimilación comienza a alejarse desde el día en que uno sale de la Isla: el ambiente de encierro, frustración y desesperanza en que viven quienes no abandonan el país.
   Las respuestas para algunas de estas preguntas vienen forzadas por las mismas condiciones imperantes en Cuba en la actualidad. Aún es difícil —aunque no imposible— crear una obra sólida dando la espalda a la realidad nacional.
   Eso en el caso de un escritor, porque en otros campos de la cultura —música, pintura— no existe duda en que no solo es posible sino frecuente el vivir ajeno al entorno.
   Pero en literatura nadie parece librarse del acecho de “algún poema peligroso”.
   Que el intelectual cubano haya visto relegado su papel en los aspectos políticos no tiene necesariamente consecuencias negativas. Quizá todo lo contrario. Sobre todo a partir de reconocer que esa supuesta función de “intelectual orgánico” fue sumisión y acomodo en los mejores casos; simple desempeño de trabajo burocrático, con disfraz de artista o escritor en otros, y labor represiva o de censor en algunos ejemplos.
   Más allá de la función de conciencia crítica, inherente al acto de creación, la participación de los escritores y artistas en los estratos del Gobierno —aun limitada a los aspectos de orientación— no solo ha resultado en muchas ocasiones errónea, sino incluso contraproducente y hasta peligrosa.
   Pero en un país como Cuba, donde la organización social, cultural, económica y política se caracteriza por el dominio gubernamental —gobierno, no Estado, dueño de todo—, la complicidad adquirió un carácter compulsivo imposible de eludir salvo con el abandono: el exilio o el reino.
   Así que tras los años del intelectual orgánico, el poeta guerrillero y el novelista funcionario, resultó saludable pensar que lo mejor que hacían los escritores y artistas en la Isla era dedicarse a sus libros, películas, composiciones musicales y de artes plásticas; no “perder su tiempo” en otros asuntos, salvo por razones de subsistencia.
   Pareció adecuado entonces mantenerse en la ribera. Cuba continuaba siendo una excepción, pero incluso en este caso se alzaban voces que intentaban propiciar un acercamiento en que la política —si no podía quedar completamente excluida— fuera al menos relegada a un segundo o tercer plano.
   Las intenciones resultaron claras en pocas ocasiones y torcidas la mayoría de las veces.
   Aunque la posibilidad del aislamiento intelectual no debe despreciarse simplemente con un rechazo, tampoco excluye el reproche. Si bien ello no invalida una obra, no necesariamente salva a un autor de un aspecto negativo al considerar su persona.
   El intelectual no tiene que sentirse obligado a emitir criterios sobre todo lo que ocurre, pero tampoco puede librarse de una maldición que arrastra a muchos creadores: opinar y participar de alguna forma en la vida social y política.
   El 1 de enero de 1959 los intelectuales cubanos despertaron con una noticia alegre que pronto se transformó en amarga: el triunfo de una revolución para la que —pronto comenzarían a escuchar la reclamación hasta el cansancio— ellos no habían hecho lo suficiente.
   No es hasta esa fecha que la ejecución política en Cuba adquiere una trascendencia internacional superior a cualquier logro cultural, en cuanto a importancia y nivel de influencia (no se trata ahora de valorarla sino de fijar su alcance), y se abre la posibilidad de un momento en que la cultura y sus creadores se beneficien de este despliegue internacional. Pero en la curva que describe la evolución de ese proceso, durante los últimos 56 años, la cultura se ha mantenido a la zaga: incapaz tras un período de florecimiento inicial de aprovechar las altas y bajas para destacarse.
   A partir de ese inicio de año y durante muchos más, los escritores cubanos lucharon —algunos con honestidad, otros en apariencia— por librarse de una carga que al principio fue culpa existencial y terminó transformada en alabanza, oportunismo y cobardía. De esta forma, buena parte de ellos terminaron siendo “más revolucionarios” cuando precisamente lo fueron menos. Marcharon, hicieron guardias y gritaron consignas. Demostraron una complacencia mayor que nunca con el poder.
   Por encima de la discusión sobre hasta qué punto se impuso la práctica oportunista y cuándo terminó la voluntad revolucionaria, lo que definió las primeras décadas del proceso revolucionario fue la imposibilidad de que los escritores pudieran escapar del debate político.
   No es hasta los años noventa del pasado siglo que se abre en Cuba la posibilidad de definir una labor literaria al margen de la política, y asumir una posición que es tanto un rechazo a la situación en la Isla como un establecimiento de jerarquías. Es posible que este orden de prioridades menosprecie aspectos sociales que deben preocupar a todo ciudadano, pero debe ser considerado como una opción del individuo.

(Intelectuales, censura y política en Cuba. Cubaencuentro, enero 2016)

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