"Que se siga pensando a
Martí desde las antípodas de las principales corrientes ideológicas de finales
del siglo XIX (positivismo, liberalismo, cientificismo, etcétera) es tan
simplista como ingenuo. La revolución de Martí, si bien se apoyó en una masa
heterogénea de obreros y burgueses, no tenía previsto cambiar radicalmente el
país, y la mayor muestra de ello es que nunca lo hizo. Martí combatió el
anexionismo y el autonomismo porque pensaba que Cuba debía ser libre. Pero en
lo que se refiere a la 'cuestión social', apostaba por la 'evolución' lenta a
través de la historia", afirma Jorge Camacho.
Como en un par de artículos recientes he
"pensado" así a Martí, destacando el contraste entre su pensamiento y
el de Francisco Figueras, y la posible actualidad de aquella controversia entre
el independentismo y el autonomismo, me veo en la obligación de intentar
explicar por qué este acercamiento no es tan simplista e ingenuo como Camacho
supone, y por qué me parece que la alternativa que él propone, la de la teoría
foucaultiana, no resulta del todo productiva para estos debates cubanos.
Decir que el hecho de que la revolución de
Martí no logró cambiar radicalmente el país evidencia que este no estaba entre
sus propósitos, me parece, eso sí, bastante ingenuo: ya se sabe que una cosa
son las intenciones y otra los resultados, y así es claro en este caso, pues la
guerra no hizo sino propiciar aquella intervención norteamericana que Martí
buscaba evitar a toda costa.
En el discurso martiano no es marginal la
idea de un cambio radical del orden social de la Colonia. Mientras los
autonomistas pretendían evolucionar desde este orden hacia la independencia,
pasando por la autonomía; para Martí, que veía cómo en las "repúblicas de
papel" las formas coloniales habían sobrevivido, se trataba de la
fundación de una nueva comunidad nacional. Como Manuel de la Cruz, a la guerra
le atribuía ese papel creador y redentor: decir que Martí combatió el
autonomismo simplemente porque pensaba que Cuba debía ser libre es perder de
vista su idea romántica de la revolución, tan cercana a la sensibilidad de un
Michelet.
También muchos autonomistas pensaban que
Cuba debía ser libre, pero temían los efectos devastadores de la revolución, y
no creían que la nación —ese nuevo absoluto que en la revolución francesa
sustituyera al poder del soberano— tuviera necesariamente que encarnar en un
Estado para que fuera posible el ejercicio de determinadas libertades
políticas. El autogobierno era, para ellos, suficiente como espacio mínimo para
comenzar a desarrollar un proyecto de sociedad; a esto oponía Martí no un
simple deseo de libertar a Cuba del despotismo español, sino una concepción
sacrificial del patriotismo, presente ya en El
presidio político en Cuba.
Ese apunte sobre la raza citado por Camacho
muestra que en su fuero interno Martí podía estar muy cerca de los
positivistas, pero lo cierto es que en sus discursos de propaganda su posición
era la otra, la retórica de la fraternidad racial, que era también una retórica
de la utopía. La contradicción entre el apunte privado y el discurso público
evidencia, acaso, el costado demagógico, populista, del independentismo
martiano; pero, en todo caso, oponer aquella retórica del "no hay
razas" a las constataciones positivistas de Figueras no es reproducir el
énfasis que en ella ha puesto el castrismo, sino comprender la especificidad, e
incluso la profunda originalidad, del discurso martiano.
Al poner énfasis en sus comunidades con el
liberalismo decimonónico, es Camacho quien simplifica, en tanto escamotea la
resistencia fundamental de Martí al discurso civilizador representado por Saco,
Sarmiento y tantos otros. "Los hombres naturales han vencido a los
letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No
hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición
y la naturaleza", dice Martí en Nuestra América. La reivindicación de la
autoctonía y de la naturaleza comporta en este panfleto una inequívoca
inversión de la perspectiva civilizadora, letrada, y esta ruptura con aquella
tradición ilustrada está estrechamente ligada, como ha visto Julio Ramos, a la
adopción de una autoridad literaria.
"Crear es la palabra de pase de esta
generación", dice también allí Martí. La dicotomía de la creación y la
crítica, de la revolución y la reforma, estaba ya, y desde luego tiene que ver
con la fundación de una Cuba nueva. En ese punto Martí ya no es un liberal. De
los que veían la incapacidad de los pueblos —que son, en el caso cubano, los
anexionistas y autonomistas—, llega a decir: "Hay que cargar los barcos de
esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre".
Anteponiendo la patria a las libertades del individuo, pues ella representaba
para Martí un reducto de sacralidad en ese mundo desencantado, vacío de
grandeza y hazaña, descrito en su prólogo al Poema del Niágara.
Desde luego, estas diferencias se reducen si
pensamos a Martí, como quiere Camacho, desde Foucault; como se reducen si las
pensamos desde el marxismo. Como tanto pensamiento radical que hace su agosto
en la academia norteamericana, el de Foucault tiende a reducir lo que, desde una
posición más modesta, resulta irreductible: igual que Adorno y Horkheimer
comprenden el sadismo como expresión de esa dominación del sujeto burgués sobre
la naturaleza y los hombres que habría de conducir al totalitarismo, Foucault
desarrolla una percepción apocalíptica de la modernidad liberal.
Donde el pensamiento liberal celebra una
progresiva liberación de las autoridades de la tradición y la monarquía,
Foucault percibe el progresivo aumento del control del Estado. Según esta
perspectiva, las sociedades modernas son, ante todo, disciplinarias, y la
democracia, formal. Ese milagro de la historia de la humanidad no tiene
demasiado valor.
El problema de esta teoría es que tiende a
borrar esa diferencia entre la democracia burguesa y el totalitarismo, que para
quienes conocemos en carne propia este último, resulta preciosa. De hecho,
Foucault apenas habló del totalitarismo; su concepción de la biopolítica
define, sobre todo, la época moderna, donde lo que antes quedaba fuera de la
esfera política —eso que Agamben, siguiendo a Benjamín, ha llamado "vida
desnuda"— ha sido politizado, en un dispositivo de saber y poder que en el
siglo XIX convirtió el cuerpo y la población en objetos de control del Estado
burgués.
Pero adoptar semejante radicalismo, ¿no
llevaría a perder de vista la diferencia no sólo de grado, sino de esencia, que
desde una perspectiva liberal hay entre la democracia y el totalitarismo, entre
los dispositivos del Estado liberal y las represiones del Estado totalitario?
La sociedad burguesa produjo, ciertamente,
una gran cantidad de discursos sobre la sexualidad y la raza, pero sólo los
regímenes totalitarios intentan en gran escala regenerar o exterminar a los
"degenerados".
En Cuba existía una tradición de letrados
que, desde Saco hasta Ortiz, criticó la vagancia, entre otros
"vicios" como el juego y las lidias de gallos, pero sólo el
totalitarismo comunista criminaliza el ocio, convirtiendo el hecho mismo de no
trabajar en delito contrarrevolucionario. Se diría que es justamente la destrucción
de la separación de lo público y lo privado en que se fundamenta el orden
burgués, lo que hace posible la "biopolítica" totalitaria.
Creo, por tanto, que la "linealidad
preocupante" entre la revolución de 1895 y la de 1959 no hay que buscarla
en las prácticas represivas del Estado republicano, ni en aquello que el
independentismo compartía con el liberalismo decimonónico, sino más bien en lo
que en el discurso martiano se resistía al prosaísmo liberal. Es aquella
dimensión sacrificial, patriótica y al cabo estética del independentismo
martiano, que oponía la autenticidad de lo autóctono al exotismo de los
"letrados de librería", lo que ha nutrido esa nueva
"reivindicación de Cuba" que ha sido castrismo.
(Foucault y el debate cubano. Cubaencuentro, junio 2008)