Aunque todo tiene su límite, y
ese colmo fue alcanzado en la visita que hiciera Saramago al Taller de
Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Para empezar, arribó en medio de un
apagón, gesto que no entendió como homenaje a su Ensayo sobre la ceguera.
Tampoco contaban allí con agua corriente y,
sin embargo, cincuenta jóvenes promesas esperaban por la palabra del maestro.
Cincuenta jóvenes promesas y el Chino Heras, promesa no menor.
Tomó éste la palabra y se puso a explicar en
que consistía el trabajo que intentaban desde hacía ocho años: jóvenes bien
seleccionados estudiaban concienzudamente las más novedosas técnicas
narrativas. (Pío time para adivinar cuál podrá ser el alcance de tales
estudios. Los televidentes que hace unos años siguieron el curso de apreciación
de la narrativa dictado por Eduardo Heras León, recordarán su dictamen acerca
de las novelas de Virginia Woolf. “En ellas no pasa nada”, afirmó, y es que el
Chino echa de menos algún miliciano en las páginas de la inglesa. Algún obrero
de avanzada.)
Como guía de pioneros de la escritura, Heras
León ocupó el tiempo del ilustre visitante en la enumeración de los premios
obtenidos por gente de su taller. Y Saramago lo dejó que hablara bastante para,
al final, echarle encima este jarro de agua fría:
“Pues yo no conozco las técnicas
narrativas”, dijo.
Nerviosa risa del Chino y expectación entre
sus estudiantes.
“Ni
quiero conocerlas”, sentenció.
¡Pasmante que el maestro declarara que no
existía lección! ¿Habráse visto un viejo comunista que no crea en las virtudes
de los talleres literarios?
“Ni Shakespeare ni Cervantes ni Dostoievski
asistieron a esta clase de talleres”, refunfuñó.
Y, claro está, los pupilos del Chino no iban
a aceptar que un Premio Nobel viniese a sopapearlos. De modo que le salieron al
paso. Notificaron al visitante que, en caso de haber existido talleres como
aquél en los países y épocas de esos señores, ahora podríamos contar con más
Cervantes, más Shakespeares, más Dostoievskis.
Pero ni aún así se mostró complacido el
portugués. ¿Qué pretendían esos mocosos? ¿Adocenar al genio?
La sesión ya estaba perdida a esas alturas.
“¡Lo bien que me habría venido la bendición
de Saramago!”, se dolía el Chino para sus adentros.
Uno de los estudiantes, al salir de la
recepción, fue quien dio la nota definitiva:
“¿Y quién pinga se cree el viejo mamerto
ése?”, preguntó.
Para (viendo que ninguno de sus acompañantes
respondía) agregar:
“Él tampoco es Cervantes.”
(La lengua suelta # 25. La
Habana Elegante, segunda época)
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