El título parece una mala
traducción de El revés de la trama de
Graham Greene y lo que se cuenta huele a Henry James, a una de esas
solemnidades donde un primerizo se acerca a un escritor venerado. Pero lo que
en el narrador inglés (o estadounidense, según se prefiera) queda como solemne,
en el cuentista habanero (o santiaguero, según se prefiera) resulta
solemnemente ridículo. Por James habla un muy sólido agente de pompas fúnebres;
por Arrufat, el Doctor Chappotín, dueño de La última noche que pasé contigo,
funeraria de San Nicolás del Peladero.
Los hechos que cuenta El envés de la trama
suceden en La Habana de nuestros días donde circulan varias monedas y hay casas
de cambio. Un joven ha publicado su reseña de la última novela de un viejo
escritor, al joven lo apasiona la obra de éste, llega a entrevistarlo, y en esa
entrevista el viejo escritor le suelta una perlita de sabiduría para que vaya
tirando en la larga y árida vida literaria.
¿Ya?
Ya.
¿Eso es todo?
Y con menos se hace una comida.
Hipólito Mora (desde que vivió en Tebas, a
Arrufat le chiflan los nombres griegos y es de agradecer que a éste no le haya
puesto Moira de apellido) anda retirado del mundanal ruido, es un Salinger
habanero. El joven protagonista, al que un amigo apoda Tertuliano el
Apologético, lo ha visto alguna vez salir de las librerías o sentado en el
Parque de las Misiones. Sin atreverse a hablarle.
Quien haya leído acerca del acercamiento
temeroso de las hermanas García Marruz a José Lezama Lima podrá hacerse una
idea. Pero lo que parece candoroso en el comportamiento de dos muchachas de los
años cuarenta es, sesenta años después, Tertuliano frente a Hipólito, la
picuencia arrancapescuezos. O al menos así logra comunicarlo un prosista de la
talla de Antón Arrufat.
En descargo del joven protagonista habría
que considerar lo imponente que luce el Magister Mora “vistiendo su guayabera
(...) como la armadura de una tropical Edad Media”. Y está, para causar más
aturdimiento, la calidad de su último libro publicado, de su obra toda: “como
una piedra más, su reciente obra se unía –armoniosamente- a la hermosa catedral
enigmática que su genio y su voluntad habían edificado”. ¿No corta el hálito
ese hombre enfundado en una armadura y fabricante de una catedral?
Dos viejos carcamales se alzan en el camino
del joven a quien apodan Tertuliano: la poetisa Ana Morales (qué alivio un
nombre común) y el buscado Mora. Si el segundo viste una armadura, la primera
lleva un traje de los años veinte. Pero lo más raro no es su vestimenta, sino
el ambiente en que se desarrolla su tertulia (juegos florales, la llama el
autor). Pasa trabajo el protagonista para atravesar “la exclusividad masónica
que rodeaba las reuniones de la poeta”, y se presenta allí sólo para conseguir
el número telefónico de Hipólito Mora. (En un mundo medieval cuesta averiguar un
teléfono. A esa antigüedad podrá achacarse la imprecisión verbal al lidiar con
aparatos modernos: para oír los mensajes se “abría el contestador automático”.)
Sentada la gente de la tertulia en sillas
arrimadas a las paredes, procédese a apagar todas las luces y a encenderse un
reflector azul. A esa luz llega el primer poeta de la noche y, terminada su
lectura, se apaga el reflector, oscuridad total, y vuelve a encenderse el haz
azul para que el próximo invitado lea. ¿Cómo
no va a prestarse a florituras un ambiente tan exquisitamente planeado? (Así
habrían sido las tertulias de Arrufat de llamarse Dulce María Loynaz o Reina
María Rodríguez.) “Abandonó la idea como un exordio sin completar”, puede
leerse. O esto otro: “Él no era un simple invitado, era el ángel guardián que
el poeta espera antes de morir”.
Una convicción no menos alta que la de las
voces que narran en las radionovelas le permite escribir: “Si la vida no fuera
tan turbia. Una fracción de su naturaleza respondía a estos estímulos y aún
estaba hipnotizado por la presencia de la Morales”. O lanzarse desde el más
alto trampolín a la piscina filosófica sin agua: “Un tiempo sin espacio,
completamente interior...”
Luego de algunos escarceos con la poetisa
momia y de una erección a la que se presta atención minuciosa (¡una erección
puede ser tan moderna como un contestador automático!), llega el clímax, el
encuentro entre Hipólito y Tertuliano. Este último se afila los colmillos: “Los
inexplorados enigmas que lo inquietaban en la escritura de Hipólito Mora y en
su vida personal, requerían de las páginas de un libro exhaustivo”. (Antón
Arrufat recurre al enigma y a lo enigmático para abrirnos el apetito por ese
encuentro. Y no hay que ser un bicho hermeneuta para comprender que él se cree
cosas: ha de verse a sí mismo en el papel del Magister Mora, y deseará para sí
la atención de una tierna criaturita que lo reseñe y le construya mausoleo.)
El escritor buscado a lo largo de todo el
cuento calza tanto coturno como la poeta de las tertulias. La vida literaria
consiste en una sucesión de ademanes operáticos, y el joven Tertuliano va de
Eleonora Duse a Sarah Bernhardt: “Hipólito Mora se hallaba reclinado en una
especie de diván color morado desvaído que le recordó el color de los labios de
la poeta, estiradas las piernas sobre el mueble y semejante a la de un antiguo
busto romano, erguida la cabeza completamente rapada, ancho el cuello y acusado
el perfil que sobresalía de la penumbra en la que se encontraba”. A espaldas
suyas resplandece la luz del atardecer en un ventanal. Los muebles son de laca
negra con incrustaciones de marfil. Brillan lámparas rojas y jarrones azules, y
pueden encontrarse, por aquí y por allá, abanicos de papel y preciosas dagas.
Para completar el cuadro, Catana pare un amante chino que responde al nombre de
Li.
Ay, una de las mayores dificultades de la
televisión cubana actual estriba en convencernos de que la casa en la que viven
los ricos de la telenovela es realmente una mansión... Tampoco logra situar
personajes en el extranjero con cierta verosimilitud... Tales son, al parecer,
los límites del audiovisual ñángara. De modo no muy distinto, El envés de la trama declara los límites
de la imaginación del compañero Arrufat. La visita a un escritor que él nos
vende como eminencia termina siendo tan picúa como la tertulia que antes
ridiculizara. No importa los esfuerzos que haga por diferenciar una de otra, lo
ridículo y lo sublime no encuentran en su escritura diferencia de registro. Y
si, tal como se afirmaba en la tertulia, la vida era turbia, para el decisivo
encuentro entre Hipólito y Tertuliano el autor ha guardado esta otra
definición: “Así de pegajosa es la vida”.
Me temo que Henry James se reservaba algún
tesorito, al menos una chispita de brillantes, para ocasiones como éstas. Coreografiado
por Arrufat, el hierático Hipólito Mora juguetea con una daga que tiene menos
filo que sus parlamentos, y lo que entrega al joven es fricandel de bagazo
enriquecido con soya. Más tarde, para conseguir algo que suene como un final, a
Hipólito Mora no le queda otro remedio que estirar la pata más de lo que la
estiraba en su diván color labios de poeta.
Mucha de la actual ficción cubana suele
regodearse en la miserabilia. Arrufat, a diferencia, pinta como un cronista
social la vida selecta. La revista donde el protagonista publica su reseña es
la mejor revista literaria habanera, una guayabera es impoluta, el té verde que
beben es regalo del Agregado Cultural de Japón, las tertulias no por ridículas
dejan de ser exclusivas, y léase cuánto preparativo se gasta el Tertuliano para
asistir a una: “Se afeitó y se bañö con lentitud ritual. Lustró los zapatos y
se vistió su [sic] mejor ropa: una camisa blanca hecha a mano en la India, un
pantalón de lino puro”. (En medio de tanto despliegue de estilo de vida, siente
uno la tentación de preguntar si Mora y Morales firmaron las últimas cartas
públicas oficiales que signara Arrufat. ¿Viajaron a Caracas? ¿Mora es ya Premio
Nacional de Literatura o hace alianzas para serlo? Ninguna de estas presiones
parecen existir en la vida literaria habanera de El envés de la trama.)
A la ficción cubana que circula por la acera
del sol la llaman, con relativa impropiedad, realismo sucio. Antón Arrufat, que
no se suda y camina por la acera de la sombra, ha escrito con El envés de la trama una pieza de
realismo chichí, bomboncito de flema. Con este último cuento suyo demuestra ser
tan chichí como los ambientadores de la televisión cubana al emprenderla con
gente rica o países extranjeros.
Y no es que él sea el único chichí. Su generación
podría ser llamada Generación Chichí.
Provincianos y pobretes de origen, muchos de ellos han cumplido sus sueños
clasistas gracias a la revolu. Así, el que no colecciona chinerías, colecciona
abanicos, se acoge a un ceceo de hidalgo español, alardea de una bañadera de
mármol negro o no escribe poema que no transcurre en sitio bien lejano...
Diplomáticos retirados, cuidan entre todos la entrada de la Academia de la
Lengua o del Premio Nacional de Literatura pues éstos son sus Country Club y su
Club de Rotarios.
Es de suponer que cualquiera de ellos que
intentase escribir la figura de un maestro no se habría apartado mucho de la
fumanchunesca descripción propinada por Arrufat. Cercanos en sus juventudes a
los grandes de la cultura cubana del siglo XX, cuando les toca imaginarse en el
papel de maestros caen en la chochera del más reciente Premio Cortázar:
empolvan pelucas dieciochescas o se disfrazan de mandarines. (Espérese por el
cuento donde Miguelito Barnet explicita su asombro ante un travesti habanero
que leyó su Canción de Rachel.
Historia chichí donde un travesti chichí lee un libro chichí y se encuentra con
el chichí que lo escribió, ha poco fue paladeada por quienes asistieron al
Centro Cultural Dulce María Loynaz.)
Creo que los amigos de Antón Arrufat, si es
que existen de veras y de veras creen en una vida después de la vida, no
supieron interpretar el gesto de Cortázar. No era un saludo, no. Lo que decía
el autor de Rayuela con su mano era
más bien: “¡Borra, borra! ¡Tacha, tacha!”. O avisaba al jurado de lo que les va
a caer encima el año próximo. Porque, corrida ya la especie, enterados de que
en el Premio Iberoamericano de Cuento los muertos concursan y ganan, gente como
Manuel Cofiño y Noel Navarro (entre otros) empiezan a revisar esperanzadamente
sus inéditos.
(La lengua suelta # 26. La
Habana Elegante, segunda época)
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