Ciertamente es esta una
exhibición extraña en la que se producen muchos encuentros que deberían
llevarnos a algún lugar, pero su espiral ascendente se desvanece al cierre
mismo del evento.
Los acuerdos que puedan tomar cierto editor
extranjero con algún dirigente de cultura casi siempre se los lleva el viento.
Recordemos que la literatura aquí es un medio ideológico y los funcionaros
intermedios no deciden nada, mucho menos qué es o no pertinente en la política
cultural de la isla.
Como diría Eliseo Diego: “Pasa la fiesta y
es como si no hubiese venido nadie”, lo acordado se vuelve humo. Los tratos con
editoriales españolas, ventas y pactos de colaboración duran tan poco como el
invierno en La Habana.
En el marcial complejo Morro Cabañas se
levanta el laberinto de cubículos de las editoriales nacionales e
internacionales que nos visitan cada año en febrero. Algunos de estos volúmenes
logran venderse en pesos cubanos o CUC y otros son simplemente textos de
exposición.
Los cazadores de libros leen parados e
intentan convencer a los editores foráneos, quienes no siempre poseen
autorización para distribuir sus ejemplares, que desaparecen luego entre
abrigos y carteras. Es preferible repartirlos disimuladamente que llevarlos de
vuelta a sus países. Tampoco se les permite a dichos invitados permanecer más
allá del tiempo estampado en su visa de participante.
Los ejemplares de autores cubanos de éxito
en el exterior como Pedro Juan Gutiérrez o Leonardo Padura son imposibles de
encontrar horas después del paso de dichas voces por los cubículos de las
lúgubres galeras.
Es justo decir que este es un país de
lectores. La insistencia de los cubanos por leer es indiscutible, pasar horas y
horas de pie en una larga cola para adquirir un libro lo validan.
La imposibilidad de acceder masivamente a
internet para la exploración literaria de lo más reciente mantiene al lector
atento y ávido de lo que pueda obtener cada año en este evento.
Algo digno de celebrar es el esfuerzo de las
pequeñas editoriales del interior del país por editar e invitar cada año a
nombres significativos de la literatura iberoamericana, quienes debaten sobre
tópicos permitidos en los foros interiores. Desafortunadamente, asiste muy poco
público y no siempre estos espacios son bien conducidos por el anfitrión, que a
veces olvida su lugar como moderador en la mesa y se extiende en citas
innecesarias o gestos ególatras.
Lo terrible de la Feria del Libro de La
Habana es la excesiva venta de bebidas alcohólicas y el choque cultural que
ocurre en el corazón del encuentro, verdadero combate entre intelecto y
vulgaridad.
¿Desea mostrar esta feria el retrato literal
de nuestros días?
Ese ambiente de reggaetón camuflado con
bachata, trova, salsa y olor a frito impide el intercambio coherente en las
áreas exteriores.
Afuera se discute, ron mediante, de todo
menos de literatura, mientras dentro, algunos padres intentan comprar en pesos
cubanos un libro para colorear la realidad de sus hijos.
(La Feria Literal del Libro de La Habana. El Nuevo Herald,
febrero 2016)
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