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Thursday, September 15, 2016

Roberto Manzano se las arregla para justificar su premio al libro de décimas “Cántaro inverso” de Pedro Pérez González (Péglez)

Los recursos acarreados por sus décimas vienen de la tradición más próxima al creador, acaso de los impuestos por la irrupción de los años ochenta en el campo dinámico de la escritura en décimas. Esta década aprovechó el subjetivismo y la impronta asociativa de la mejor décima de los setenta e incorporó procederes de larga data, pero reactualizados vivamente por una generación de creadores que se percibieron a sí mismos como rebeldes y fundadores de nuevas direcciones de expresión.
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   Dentro de esa herencia cercana, dos recursos son dignos de mención, por la importancia general que tuvieron, y por el tratamiento especial que les imprime el poeta. Uno es la densidad trópica, que no teme al hermetismo sugeridor o a la intertextualidad más ecuestre, y el otro es el encabalgamiento de múltiples funciones, que dinamiza la incorporación de la décima a lo puramente poemático, al contrastar con positiva violencia lo métrico y lo sintáctico.
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   Con sintética habilidad son manejadas las operaciones artísticas que conducen a un resultado de apreciación anímica, o a un estado sutil de pensamiento, o a una representación de carácter onírico que no pierde jamás sus poderosos visos de realidad. Son las manipulaciones íntimas de la imagen, en que se debe tener una singular capacidad de retención y despliegue, pues las figuras movilizadas son ideales, y es como levantar esculturas de niebla y empotrarlas silenciosamente en palabras.
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   Suponiendo que fuera posible desentenderse de los mensajes, el acto de observar cómo el autor extiende, dentro del cerco de las pautas y a través de los saltos de los encabalgamientos, el hilo de la elaboración ideológica, sería ya un disfrute estético singular.
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   En ese trabajo singular hay algo, aunque sea por sutil comparación, semejante al talento especial del urbanista. Las décimas de Pedro Péglez no son casas aisladas, aunque cada una de ellas lleve un alzamiento cuidadoso y estremecido, sino conjuntos arquitectónicos que tienen sentido fino de la convivencia, y son como construcciones que se miran unas a otras y se calculan las distancias y conjunciones que les están permitidas, según leyes de gracia y comunicación, dentro del espacio total del poemario. El lector entrenado disfruta también la energía especial que se ha impreso en la concepción, distribución y ejecución de los conjuntos. El libro de poesía no es un almacén azaroso de vivencias, sino un organismo de comunicación artística.
   Pero de nada vale la habilidad que mira su propio ombligo, y que tiene algo de circense: la habilidad ha de ser conseguida, y convertida en segunda naturaleza, para expresar con eficacia nuestro inalienable mensaje interior. En este sentido, las décimas de Pedro Péglez saben sortear con elegancia los riesgos de la novedad a ultranza, de la iconoclastia sin cauces, del estrépito vacío: una poderosa brújula interior le salva de los probables desequilibrios. La autenticidad de lo experimentado y la naturalidad de los sentimientos, dentro de un enunciado que se asienta sobre el dolor ―cauce por donde transitan todas nuestras vidas―, da a sus versos una rara capacidad de solidaridad y conmoción. Una fluencia elegíaca, leve, pero orgánica, recorre hasta sus instantes más luminosos.

(El cántaro profundo. Prólogo a “Cántaro inverso”, de Pedro Pérez González [Péglez], 2005)

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