Mi reacción ante la golpiza que
le propinaron en La Habana a Ángel Santiesteban, ha provocado agrios emails de
dos o tres escritores del interior de Cuba (allá en la Isla, la palabra
“interior” define todo lo que demarca lo provinciano, lo municipal). Nunca me
ha gustado participar en esas porfías, no me interesa el “lleva y trae”, pero
no puedo abstenerme de hacer esta aclaración.
En El
Fogonero suelo decir lo que se me ocurre. Para eso son los blogs, para que
cada quien, sin importar sus ideas, oficio o preferencias, le diga lo que
quiera decir a los que quieran leerlo. De eso se trata la revolución que ha
provocado la Internet, de darle participación al que accede con libertad a
ella. Ahora todos somos emisores y estamos en igualdad de condiciones con el
resto de los que producen cosas para la red de redes.
De todos esos emails que he recibido en las
últimas horas no tengo nada que decir. Y si lo hiciera sería redundante, porque
diría más o menos lo mismo que han dicho ya Manuel Sosa y Félix Luis Viera.
Pero hay una frase de Antonio Rodríguez Salvador que no puedo pasar por alto,
que quisiera comentar a toda costa. Sobre todo porque haciéndolo, me ayudo a
definirme a mí mismo.
“En este mundillo hay reglas: ¿Dónde
publicas?, ¿Dónde estudian tú obra? ¿Qué dice la crítica de tu obra?, ¿Quién
hace esta crítica?...”, afirma Rodríguez Salvador entre signos de
interrogación. Confieso que encontrarme con alguien que, a principios del siglo
XXI se plantee con tanta convicción una discusión que ya a finales del XX no
tenía el más mínimo sentido, me causa pavor.
He ahí las consecuencias de que los
individuos permanezcan aislados y enajenados de lo que está ocurriendo en el
mundo. Mientras todos en el planeta están enfrascados en la tarea de acertar
cómo acabaremos comunicándonos a través de la Web 2.0, mientras los periódicos
desaparecen y las redes sociales se convierten en un espacio donde todos se
reúnen sin necesidad de las geografías; estos muchachos insisten en no
abandonar el cascarón fosilizado de su huevo.
No puedo responder las preguntas que Antonio
hace porque no aplican en mi caso, pero quiero aprovechar la ocasión (así decía
Cepero Brito cuando quería abundar en Escriba
y Lea) para aclararme algunas cosas a mí mismo. Aunque nací en el Paradero
de Camarones, no me considero un escritor cubano, es más, creo que ya no me
considero un escritor.
Digo cosas, las que se me ocurren, y algunas
aún tienen las formas de la literatura porque soy un individuo del siglo pasado
y arrastro esos rezagos. Lo único que no quisiera dejar de ser nunca es un
comunicador. Sobre todo ahora, que es más importante comunicar que escribir.
Por eso no me preocupa estar al lado del camino, ya no importa el lugar donde
tan bien se esté, ni lo cerca o lo lejos que quedes, lo único en verdad
importante es estar conectado.
Hoy El
Fogonero es un blog, pero mañana puede ser cualquier otra cosa. Lo único
que no mutará en él es mi obsesión por cuestionar, acertar o errar a través de
la creatividad. En cuanto a la literatura, creo que las pocas cosas que escribo
serían más o menos igual si yo fuera argentino, polaco o australiano. No me
interesa que se vea mi “obra” dentro de una generación, un contexto o una
geografía. Creo esa “metodología” es cada vez más incomprensible y absurda.
(Al lado del camino. Blog El Fogonero, junio 2009)
Quisiera mandar esta carta para
Santa Clara, allá, en el centro Cuba. Acabo de recibir un email de Ricardo
Riverón cuya respuesta hago pública. De Riverón conservo recuerdos de los que
realmente no soy capaz de deshacerme. Hace unos días escribí algo sobre
Sigifredo Álvarez Conesa y recordé un viaje a Caibarién. Ricardo es uno de los
testigos de aquella expedición, junto a Luis Lorente, Emilio Comas Paret, Waldo
Leyva y Yamil Díaz, entre otros. No olvido ninguno de aquellos rones, conservo
todos los abrazos.
Lo primero, viejo Riverón, es que no le
exigí a nadie que firmara la carta que condenaba el deleznable acto de
represión cometido contra Ángel Santiesteban, sólo le reclamé, a los pocos que
protestaron con tanto ahínco cuando reaparecieron en Cuba dos célebres
censores, que hicieran lo mismo ahora, cuando estábamos frente al mal de raíz,
que es la falta de libertades en Cuba.
Me alegra que El Fogonero se lea por allá, eso quiere decir que, a pesar de todas
las restricciones, prohibiciones y desmanes que impone el régimen, siempre hay
algún valiente dispuesto a pasarle por encima al horror. Es una pena que cada
uno de ustedes no tenga la posibilidad de mantener un blog, porque eso haría
que Cuba, al menos en el ciberespacio, fueras mucho más plural.
En cuanto a las cifras que reúnes sobre los
accesos de determinadas páginas de Internet, tengo poco que decir. Siempre he
sido muy torpe en eso de los números. Todo lo que sé de matemáticas lo invierto
en el béisbol. Prefiero recordar los jonrones de Cheíto Rodríguez, las bases
robadas por Víctor Mesa y los juegos ganados por José Ramón Riscart. No veo la
manera de contabilizar las ideas, de redondear las opiniones.
Sobre mi evocación al Paradero de Camarones,
te confieso que no hay otra pretensión que no sea la de poder regresar por
encima de las prohibiciones que me impone la dictadura de mi país. Ese pueblo
de mierda es mi lugar en el mundo, el sitio donde podría vivir el resto de mi
vida sin que casi nada más me haga falta. Su estación de ferrocarril son las
coordenadas exactas de lo que soy como individuo.
El problema de Cuba no somos ni tú ni yo,
Riverón, ni siquiera las ideas que podamos tener de lo que debe ser o no
nuestra patria. El problema de Cuba es el régimen decadente que la tiene sumida
en el oprobio y la afrenta. Te prometo que cuando nos volvamos a ver beberemos
ron hasta la inconciencia. Tú pones las décimas inigualables del Club de Poste
y yo todos los abrazos que nos debemos desde el siglo pasado.
¿De dónde has sacado tú, Riverón, que te
odio yo? Me duele que a veces tú te olvides de quién soy yo; caramba, si yo soy
tú, lo mismo que tú eres yo.
(Una carta para Santa Clara. Blog El Fogonero, junio 2009)
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