Escribí un cuento que particularmente no me gusta
mucho, era muy distinto a lo que yo hacía, muy bucólico, con un final
esperanzador y muy soft: “Y más allá
la brisa, se perdió en los montes…” A mí me complacía mucho como terminaba,
pero en general es una de las cosas que menos me gusta de las que he escrito.
Era sobre una campesina que había sido abandonada por su esposo porque era
estéril. A raíz de eso, ella se inventaba un hijo de espuma, de cristal, un
hijo transparente, y lo veía en todas partes, en la huerta, en la col, por el
campo. Cuando vi Milagro en Milán, y
comprobé que había un niño que nacía de una col, exclamé: “Mira, mira, eso lo
cogieron de mi cuento”.
El último día de plazo para la entrega, voy a la
sede del periódico El País, en la
calle Carlos III. Una señora llamada Sol Aguilera, muy correcta, al estilo de
las maestras de antes, mulata china, de moño, era quien recepcionaba el premio
en el periódico. Ella me dice, no sé si porque nos había visto juntos alguna
vez: “¡Qué extraño que Guillermito no haya pasado por aquí! Ya hoy es el último
día”. Yo le comenté: “Si yo estaba esperando hasta hoy para venir después de
él”. “Pues, mira, que se apure”, insistió Sol. Fue entonces cuando le pregunté
si podía traer su cuento. Ella me dijo que sí, pero que si llegaba luego de las
tres, debía entrarlo clandestino, pues no podían señalarle que estaba
recibiendo obras después de la hora en que vencía el plazo. Salí corriendo,
compré en el cine América una revista Life
que tenía en la portada a Marlon Brando en su papel de Marco Antonio en Julio César, y fui hasta 27 y G a casa
de Guillermo. Llegué y le expliqué que se vencía el plazo del concurso. Él
empezó a decirme que había que esperarlo. Un berrinche de esos de los que
armaba él. Guardó en la revista el cuento “La mosca en el vaso de leche”. Y lo
entregué.
Al tiempo, llego a la casa un día y al abrir, me
encuentro un telegrama que habían pasado por debajo de la puerta. Rompí el
sobre y el mensaje decía que yo era el ganador del concurso “Hernández Catá”. Ni
siquiera entré a decírselo a mi mamá. Corrí a casa de Guillermo para darle la
noticia. Yo, lo juro, no me di cuenta de lo que hacía. Él abrió la puerta, y le
dije: “Mira Guille, gané el concurso” y le extendí el telegrama. Lo tomó, lo
leyó, me lo devolvió y me dijo: “Me cago en el recontracoño de tu madre”, y me
tiró la puerta en la cara. Esa puerta cerró nuestra amistad. Fue como el
portazo de Nora en Casa de muñecas.
Sólo entonces me percaté de que había ido lleno de felicidad a ver a una
persona que estaba aspirando a lo que yo había ganado. Supongo que él se habrá
sentido muy mal, que le había provocado muchas contradicciones. Y regresé a mi
casa sin parar de llorar. Él podía decir que yo no había entregado su cuento,
pero la suerte fue no sólo que Sol lo había inscrito en el concurso, sino que
la historia de Guillermo ganó mención, no la primera, sino creo que la tercera.
La primera fue una señora ya mayor llamada Renée Potts; la segunda, Conchita
García Arzola con un cuento que se llamaba “Mariposas”, y después venía
Guillermo. El hecho de que no ocupara el puesto inmediato detrás de mí, me hizo
pensar que, de todas formas, no habría ganado el premio, que yo no se lo había
quitado.
Los ganadores siempre publicaban sus cuentos en Carteles o Bohemia o en el periódico El
País. Guillermo era secretario de Antonio Ortega, el jefe de redacción de Bohemia, e impidió que me publicaran el
cuento en esas revistas. Apareció en el suplemento dominical El País Gráfico, de lo contrario, jamás
se hubiera publicado. No le bastó y comenzó entonces una campaña en mi contra,
arguyendo que yo había seducido a alguno de los jurados. Yo era un muchacho
bonito, con el prototipo de educado y efebito, pero tuve la suerte de que el
nombre de cada uno de los integrantes del jurado echaba por tierra la
acusación. El presidente de honor era don Fernando Ortiz, el presidente en
funciones era Juan Marinello, y los otros integrantes eran los doctores Jorge
Mañach, Raimundo Lazo y Francisco Ichaso. El magistrado Antonio Barreras, que era
un hombre intachable, corría con la parte legal del concurso.
Ante la difamación, estos cinco señores me acogieron
con cariño, como a un protegido, casi un nieto. Me invitaron a un viaje por
Trinidad. Ésa fue mi primera salida de La Habana. Sentados en una glorieta que
estaba en el parque frente al Hotel La Ronda, cubierta de jazmines y piscualas
como las escenografías de las zarzuelas españolas, hablaron conmigo y me
aconsejaron. Parecía una de aquellas escenas de la zarzuela española en que las
ancianas de la aldea le aconsejan a la novicia cómo debe comportarse después de
casada. Me dijeron algo que no había oído nunca: “Los verdaderos amigos no se
prueban en los momentos difíciles como suele decirse. En un mal momento todos
vienen a ponerte la mano en el hombro, porque es más fácil compadecer al otro
que acompañarlo en la victoria. Cuando uno gana un premio, va a perder siempre
algo. Ya sabes que a partir de ahora será así, piensa en eso cada vez que
obtengas uno”. Siempre lo he tenido muy presente, y ha sido como una maldición,
una desgracia que me persigue.
Guillermo tenía un círculo de amigos muy cerrado.
Era de esa clase de gente que te decía que si eras amigo de él no podías serlo
de otro. Y eso me distanció de muchas personas a las que volví a acercarme con
los años. Todo aquello me dio mucha vergüenza, y dejé de escribir. No puedo
culparlo por eso, pero ésa fue la razón por la cual me retiré un poco y no me
propuse continuar como escritor. Un día Franqui lo hizo publicarme en Revolución un cuento que se llamaba
“Carta a mi amigo Juan Pérez”. Antes, en Ciclón,
Rodríguez Feo me publicó “Camaleón”, pero en realidad, yo dejé de escribir
dentro de mí.
No tuve más contacto con Guillermo hasta el año 61.
Ya estaba enrolado como uno de los maestros que irían a la Sierra Maestra,
porque quería aportar mi ayuda a la Revolución en algo que no fuera disparar
tiros. Hacía tiempo que tenía preparada mi carpeta con mi currículo, mis datos,
y un día Fidel hace un llamado de maestros voluntarios desde las cámaras en
Tele Mundo, donde está hoy el Canal Educativo. Yo lo estaba viendo en mi casa,
en Malecón, a sólo dos cuadras y fui directo para allá. Recuerdo que conmigo
estaban Korda y Norka Méndez, porque me habían ido a avisar que ella estaba
embarazada. Me le presenté al guardia de la puerta para que se lo diera a Fidel
cuando bajara. Cuando llegué a mi casa, me encuentro a Fidel en la televisión
recibiendo los papeles y diciendo: “Aquí está el primer maestro voluntario. Se
llama Enrique Pineda Barnet, trabaja en Sabatés S.A. y gana mil pesos…” Un día
voy caminando por La Rampa y alguien comenta a mis espaldas: “Dicen que te has
convertido en una vedette del
sacrificio”. Y cuando me viro, era Guillermo, fumando su pipa. Siguió de largo
como si nada. Años después, cuando vino a Cuba por la muerte de su madre, voy a
comprarme un café en el bar Las Vegas, frente a Radio Progreso, y me lo
encuentro allí por casualidad. Le di el pésame y le pregunté por Sabá, a quien
yo quería mucho. Conversamos. No lo volví a ver jamás.
(En: [Per]versiones
de Guillermo Cabrera Infante. La Gaceta de Cuba, agosto 2010)
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