Tal parquedad de estilo en Miguel de Carrión pudiera no ser defecto. Máximo Gorki la comparte, sin detrimento de sus méritos de novelista insignes. Pero nuestro compatriota lleva ese desdén suyo hacia lo que pudiéramos llamar la parte adjetiva de su arte a extremos verdaderamente condenables, porque comprometen el acierto total y en ocasiones llega a tocar la médula misma del empeño. No se trata ya de la gramática ni la retórica, sino de esas leyes inmanentes y rudimentarias a las cuales está sujeto el arte de novelar.
El señor Carrión acaso sea una víctima de su sinceridad. Acaso su desmaño sea el efecto de su voluntad de no fingir ni disfrazar la realidad, aspirando a encuadrarla en sus libros tal como la tropezó en la vida diaria. ¡Deseo imposible y engañador! Eso lleva a la fotografía.
Un pintor y un fotógrafo, puestos frente al mismo paisaje, producirían dos paisajes diferentes. El objeto sería el mismo, pero en la obra del pintor habríamos de encontrar, al lado de lo copiado, el reflejo de su temperamento y el trasunto de su arte. Ahora bien, ¿cuál de ambas cosas es la principal? Lo sustantivo en tal caso es indudablemente el destello mental a cuya lumbre lo veamos. Hoy no nos importa casi el nombre de los hombres y mujeres retratados por Velázquez y Van Diyck, mientras seguimos arrodillándonos ante el genio de los retratistas.
Efectivamente, puede interesarnos poco el problema de herencia estudiado por Zola en su Rougont Marquard, pero el aliento de cíclope que alienta tal monumento literario nos pasma y encanta. El vaso es lo que importa, aunque tiremos el contenido. ¿Le quedarían méritos para subsistir a estos libros de Miguel de Carrión si nos desentendemos del valor de sus doctrinas y sus intenciones épicas? La respuesta nos parece dolorosa.
Porque, restado ese valor circunstancial y artísticamente adjetivo, ¿qué nos queda de esta obra? El autor no quiso preocuparse de la perspectiva, del colorido, del fondo, del decorado.
Quisiera ser justo hasta el fin. A primera lectura pudiera juzgarse por lo escrito que creo al señor Carrión en absoluto desprovisto de cualidades de novelista.
Y no es así. El autor de Las honradas y Las impuras posee condiciones magníficas para fabricar novelas, pero no ha sabido explotarlas. No basta para descubrir los tipos y luego aceptar a enredarlos en una acción, a lo largo de la cual vayan desarrollando paralelamente una tesis ultra artística más o menos disimulada. Hay algo más.
Hay que configurar a adaptar estos tipos unos a otros, para que jueguen sin rechinamientos dentro de la acción novelesca; buscarles un fondo armónico y pintoresco, contra el cual se destaquen a buena luz; colocarlos y moverlos atinadamente sin que se estorben y eclipsen unos a otros, cuidando la perspectiva.
Y de esto carece el señor Carrión. Él sabe fabricar los muñecos de su guignol, pero no sabe moverlos atinadamente.
(Los muñecos de Carrión. Heraldo de Cuba, octubre 1919. Ref: Blog Hotel Telégrafo)
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