(...) El aire de la esclavitud
le abrió el moropo y le sembró ideas tan brillantes como para madurar su novela
que tituló inicialmente Carlota Valdés, con lo cual le hubiera dado adelante al
pobre Cirilo Villaverde, y le habría dejado destitulado, sin poder escribir su
Cecilia.
Pero no. Tuvo que meter la cuchareta el
infalible Domingo del Monte —lo suyo con los domingos era un sino— y le alentó
a meterse en paliza de once varas escribiendo un "fuerte alegato donde
retratara los horrores de la esclavitud". Y así lo hizo, o lo intentó, y
eso me obliga a hablar de la obra que nos legó para que le pasáramos un
estúpido velo a su nombre. No fue un libraco lo que se dice logrado. Los
críticos que no han vivido mucho tiempo en un barracón se le han tirado encima
a su historia y le han encontrado problemas estructurales, ñoñerías,
incongruencias, y una deficiencia de estilo que no le hubiera permitido asistir
a un Encuentro Nacional de Talleres Literarios. Mas, como documento testimonial
sobre esa estricta forma de vida llamada esclavitud, funciona.
La esclavitud era horrible, y puede
calificarse de cualquier modo menos el decir que era libertina. De libertina no
tenía nada. Era sobria y dura, tirando a espartana. Y muy oscura. Aunque lo
peor que tiene es que la gente no la elige por sí misma. No es de los estilos
que uno adopta voluntariamente. Y deprime. Hay que ver cómo deprime la
esclavitud. Porque si hay algo peor que trabajar es no saber para quién
trabajas. Máxime cuando son esas horribles tareas agrícolas para las que no se
tiene preparación, con materiales que tienen nombres en otro idioma, metido
entre raros hierbajos y gramíneas que serán dulces para cualquiera menos para
quien ha de cortarla en tres golpes de mocha.
De más está decir que su Francisco —que
también se puede decir Francico, y hasta queda mejor— era un africano sometido
a ese régimen de trabajo ininterrumpido y agotador que algunos especialistas
llaman forzado. El trabajo, no Francico. Para colmo, en vez de vivir en un
apartamento de mala terminación en Alamar, estaba asignado en un barracón, que
es como un albergue pero más africano, con pésimos olores y gente que habla en
lengua toda la noche. Y no hablemos del transporte, que suele agravarse cuando
uno padece de trabajos forzados.
Para colmo, al pobre Francisco no le pagan,
aunque come tasajo y boniato, que muchos años más tarde valdrán su peso en oro
y que disfrutarán los biznietos de quienes le tienen en ese contrato inhumano.
Él está loco porque lo inhumen, pero tendrá que aguantar, pues la otra variante
es igual de absurda: que le paguen con unos papelitos raros y sin valor que
inventó el dueño y que ha bautizado como "pesos convertibles", porque
el mismo mandamás los convierte en lo que le da la cañífera gana.
Podría estar hablando interminablemente
sobre los defectos de la esclavitud, lo mala que es su novela —ahora mismo no
sé qué es peor, si la esclavitud o su obra— y el efecto negrativo que tuvo ese
sistema económico en nuestra isla. Salvando el deporte y la música, el resto es
de rompe y raja. No sigo porque no quiero deprimirme. Me cuido la salud y me
entra una depresión económica si pienso que aquellos esclavos no podían ni
reparar el barracón por falta de materiales, y se acostaban molidos, soñando
que venía el capitalismo a redimirlos y a hacerlos choferes y mecánicos, pero
decentes y con posibilidades de comer queso crema e irse de vacaciones.
Usted se murió el 7 de enero de 1878 sin ver
publicada la novela ni conocerme a mí, como para dejar más hueco en ese siglo
XIX tan repleto de próceres. Quizá murió porque los Reyes Magos no le trajeron
nada. Usted se lo había buscado. Pienso que Melchor, Gaspar y Baltasar se
estaban preguntando, al borde de sus camellos, quién demonios era aquel tipo
que les había escrito la cartica. (...)
(Carta a Anselmo Suárez y Romero. Cubaencuentro, noviembre 2005)
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