Se trata de un juego escénico en el que se manejan temas ya conocidos en el teatro cubano: la crisis de la autoridad paterna, los problemas de la educación en el hogar, la rebelión de los hijos contra los padres, etc. Todo esto echando mano a recursos bien gastados, a través de una estructura previsible desde la primera escena.
Pero lo trágico de la obra no está en sus caídas formales, sino en las dificultades que tiene el lector para captar lo que se propuso Ariza. Y estas dificultades nacen del propio texto, insinuante e impreciso en aquellas cuestiones que parecen haber motivado esta obrita “triunfante”. No obstante sus oscuridades, hay cosas que se ven bastante claras. A Ariza le repugna, por ejemplo, el Servicio Militar, que es, en la obra, sólo un medio por el que el carácter impositivo de uno de los padres frena al hijo, ni más ni menos que una escuela de curas. Pero sucede que el autor es cubano y que la obra no está escrita ni se representa, ni surge ni se premia en Constantinopla. Y aquí el Servicio Militar es una necesidad que nuestra juventud acepta y en la que participa con entusiasmo. Estamos levantando y defendiendo un pequeño país revolucionario muy cerca del más taimado, cruel y criminal de los enemigos. ¿No es claro que nuestros jóvenes y no sólo ellos, todo el pueblo, tiene que aprender a defenderlo? Al amparo de una sugerida crítica al machismo ―un lío que nuestros teatristas se han buscado desde “Electra Garrigó” para acá y que uno no sabe de dónde han sacado― en realidad Ariza bate la entereza de carácter y las virtudes combativas de nuestro pueblo, mantenidad y desarrolladas por la Revolución. Y como contrapartida, la blandenguería levanta su pabelloncito ilusorio, atribuída como característica a nuestra juventud. Los padres son tercos, impositivos, delirantes. Los jóvenes son blandos, vacilantes, endebles. De más está decir que con sólo una vuelta a la manzana de cualquier ciudad de Cuba Ariza podía encontrar una realidad bien distinta.
La obra es sinuosa y tras su falta de franqueza no se encuentra sino la resurrección de un mundo que ya va desapareciendo de nuestra sociedad. Más que un heraldo del futuro, la triste obrita de Ariza, lo que apuntala es el pasado.
(La vuelta a la manzana, Verde Olivo, octubre 1968)
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