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Tuesday, January 6, 2015

Ernesto Hernández Busto vs. Leonardo Padura

Hay una gran diferencia entre el elogio de la constancia en el trabajo literario y el elogio de lo excéntrico necesario en la escritura. No tengo nada personal contra Padura, pero como lector hace mucho tomé distancias con lo que escribe. Es más o menos correcto, pero de un registro limitado. Sus últimas incursiones voluntaristas en la novela histórica me parecen una búsqueda de “universalidad” desde un punto de vista demasiado local, como si se llevara el provincianismo en los ojos, y se usara ese “universo” para decir algunas cosas por vía interpuesta. Elogiadas también como libros políticamente valientes (el traslape entre el mundo colonial y el revolucionario en su novela sobre Heredia, La novela de mi vida, o la crítica del stalinismo que se desprende de El hombre que amaba a los perros, resultan fabricaciones premeditadas y sin el vuelo de las grandes novelas históricas. En realidad, lo que me molesta de sus libros es la consideración ramplona de la ficción, que es un tema que comparte con varios de sus compañeros de generación literaria, muchos devenidos (y no es un accidente) comisarios culturales.
   No tengo nada personal contra Padura, y veo con simpatía su indudable triunfo en el mercado editorial europeo. Pero como lector uno tiene todo el derecho a pedir más a la literatura —y a un Premio Nacional sucesivamente demeritado por politiquerías de todo tipo. La simpatía de la carta de Abilio Estévez que cita Padura en su discurso no oculta el hecho, escandalosamente evidente, de que Abilio merece más ese premio que él. Y es un hermoso gesto de amistad esa exaltada carta de felicitación, pero no es, a mi juicio, un gesto de crítica literaria que pueda colocarse a la misma altura.
   Hay un dejo incómodo de falsedad en todo ese discurso y una confusión de planos en esa carta: cierto elogio del stajanovismo (Padura como campeón del duro trabajo literario), cuando en realidad se trata de una obra que justamente no trabaja en lo literario, es decir, que no ha conseguido construir desde el estilo una visión del mundo, y en ese sentido la alusión a Paludes, tal vez la obra más singular del corpus de Gide, vuelve a resultar chocante. Gide fue durante toda su carrera un gran voluntarista, pero trabajó sobre la escritura a otros niveles. Y por mucho que un escritor como Padura “golpee el yunque” no producirá alquimias gideanas: su concepción de lo literario es otra, la de un realismo agostado que en sus peores momentos se convierte en provincianismo endémico. Mucha gente descubre en su novela sobre el asesino de Trotski lo que está mucho mejor escrito en toda la bibliografía de no ficción sobre el estalinismo; el efecto de “denuncia” o de “emoción literaria” pasa aquí por la trampa de darle a la novela encargos vicarios. Y en su literatura más o menos de barrio, con policías complejos y dramas insulares hay falta de originalidad, ausencia de reto, y una concepción del mundo extraída de la masticación apresurada de los códigos de la novela negra. Los diálogos y descripciones de Padura (voy a ahorrarme ejemplos) son muchas veces desmañados, torpes, simplones. Y en su dramaturgia novelesca hay demasiado cine negro y frases hechas. Un gran escritor debe aspirar a más, tiene que crear un mundo, no aplicar herramientas vicarias a ese mundo. Y ese “mundo” no es tanto una geografía, sino un estilo.
   Una literatura se hace con muchos escritores, pero no hay que hacer pasar una cosa por otra. Es fácil tildar de cainitas a los críticos, poniendo el parche antes de que aparezcan en la escena, pero un buen lector sabe que la literatura, la gran literatura, corre por otros cauces, y además del martillo constante existen otras maneras de sacar sus mejores chispas.
   Hay derecho a pedirle más a Padura y a su literatura —y eso no tiene que ver necesariamente con la envidia, como se deduce de la correspondencia entre Estévez y Padura. Las novelas de Padura son parte legítima de lo literario, pero hay todo el derecho a valorarla, sobre todo cuando se sube al podio de la escena nacional. Porque la literatura cubana ha sido siempre más que las sagas de “mariocondes”.
   Ver la crítica negativa como puro cainismo es reducir lo literario a una lógica nacionalista-familiar —o a la del club deportivo—, para no pensar realmente en lo que se hace más allá del amiguismo. Da un poco de pena ajena, en serio, toda esa pompa de clan generacional, todas esas palmaditas en la espalda, pero supongo que es una forma fácil de consuelo para no amargarse el triunfo en ese camino definido como “pletórico de escollos” —una frase de Padura que realmente lo deja a uno pensando.
   Luego está, en otro orden, pero que difícilmente pueda ignorarse, el asunto político. Este es el discurso de un “buena gente”, y no dudo que Padura lo sea; rezuma modestia y nostalgia, y eso siempre queda bien. Pero no deben usarse esas virtudes ni la faible socialidad del “cubaneo” para falsificar en perspectiva una trayectoria. Ese recuento de los 80, presentado un poco como a contracorriente, disfraza un poco el hecho de que Padura siempre ha sido un escritor “integrado” —sobre todo a partir de su “curso de castigo” en el periodismo oficialista. Resulta estimulante que el escritor libre defienda la no pertenencia a capillas, y tenga gestos más o menos valientes como sin duda los ha tenido Padura (compensados, eso sí, con otros de ceguera militante) pero no hay que olvidar que todo esto sale de la boca de un escritor que hasta cierto punto ha consagrado las dudosas virtudes del modelo UNEAC. Que Padura venga a estas alturas a hacer un ditirambo de la editorial UNION, por ejemplo, sólo porque saca todas sus novelas, resultará ofensivo para varias personas. Hay que ser más serio y tener un mínimo de perspectiva histórica: la editorial UNION, que en efecto, saca las novelas de Padura, también ha censurado a troche y moche.

(El discurso de Padura, Blog Penúltimos Días, febrero 2012)

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