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Thursday, February 4, 2016

Jorge Camacho vs. Rafael Rojas (y de paso, José Martí)

Por otro lado, no creo como piensa Rojas, que debemos enfocarnos únicamente en el racismo biológico cuando hablamos de Martí, el evolucionismo, y el positivismo, porque no todos los positivistas creían que los indígenas estaban condenados por su raza, --como dije en mi libro-- ni que el racismo se limita a la biología. El historiador T. G Powell  afirmaba que en el Primer Congreso Nacional de Instrucción, organizado por Joaquín Baranda en México, muchos de los delegados eran de filiación positivista y pensaban que la educación demostraría que la inferioridad racial del indio no era más que un mito (Etnografía 212). Pienso que si queremos tener una mejor idea de lo que significó el positivismo en su época debemos incluir la importancia que daban los “científicos” a la “educación obligatoria,” la “reforma universitaria,” la “política práctica”, el “gobierno de los cultos”, “las ciencias” y el cambio social en los “órdenes establecidos”, rasgos que Martí comparte con ellos (Etnografía 222). Martí, como dije, defendió las ciencias como la vía para llegar a la verdad y esto es algo que lo identifica con esta doctrina. Si leemos sus escritos sobre otras culturas, y sus reseñas de los debates en los centros especializados, podemos ver que tenía un conocimiento detallado de la antropología, la arqueología y la etnografía de su época. Que incluso leyó con mucho interés lo que escribieron etnógrafos “avant-la lettre” como el fraile Las Casas, lo cual hizo posible, como dice Herbert Pérez, que aun cuando Martí no fuera un antropólogo profesional “could think and write at ease about the subject” (pudiera pensar y escribir fácilmente sobre esta materia, 25).
   No concuerdo, entonces, con Rojas cuando afirma en su reseña que Martí “no llegó a conocer plenamente” ni la antropología ni la etnografía de su época, porque antes de decir tal cosa debería primero basar su opinión en las investigaciones que se han hecho sobre el tema, y en ninguno de sus ensayos Rojas habla de la influencia de estas disciplinas en Martí, ni cita artículos que demuestren tal cosa. No creo que sea justo, por tanto, minimizar el conocimiento que tenía el cubano de estos temas y negar la influencia que pudieron ejercer en él los científicos. Cualquiera que estudie sus crónicas puede comprobar el enorme caudal de información que manejaba, y su intento de reconciliar ambos lados del debate decimonónico como cuando habla con entusiasmo del libro de John William Draper, History of the Intellectual Development of Europe (1863), quien era otro darwinista convencido y para el cual tuvo elogiosas palabras.

   En su reseña, lamentablemente, Rojas únicamente tiende a rechazar o descalificar estos vínculos, sin conocer los estudios que han aparecido sobre el tema, y afirma enojado, que yo hice una crítica “intencionalmente reduccionista” de su libro al ponerlo en compañía de otros autores que han subrayado la antimodernidad del cubano (Etnografía 31). La cuestión está, repito, en que esta idea no es mía, ni es de Rojas, ni es nueva. Esta es la tesis de Ángel Rama, quien dijo que Martí era un “cancelador de la modernidad’, ya que “proporcionó los argumentos negadores necesarios para su cancelación y superación dialéctica” (132). Rojas retoma ésta tesis en su libro para explicar la forma en que el cubano se posiciona frente a los Estados Unidos, a través de lo que él llama, un “dispositivo moral antimoderno” (Martí, 20).
   Según Rojas, al hablar de Norteamérica, el cubano pone los acentos en “los residuos monstruosos de la modernidad” según la frase de Dolf Oehler (Martí 16), algo que es indefendible cuando se leen sus poemas y crónicas a favor de la educación práctica, los adelantos científicos e incluso cuando conocemos de su apoyo a las políticas racializadoras del Estado. No obstante, Rojas insiste en varios ensayos de su libro en sus “resistencias a la modernidad” (Martí 15), y dice que “las crónicas de Martí, como sus Versos sencillos y Versos libres, entablan un diálogo destructivo con la modernidad norteamericana” (Martí 19); “de modo que la poesía, en tanto residuo de la ética tradicional, se convierte en el dispositivo idóneo de toda una resistencia estética y moral a la modernidad” (Martí 83, énfasis nuestro).
   En mi libro hago referencia a esta tesis, que Rojas comparte con otros críticos que hablaron de estas cuestiones antes, y que él cita en su ensayo (Ángel Rama, Ivan Schulman, Julio Ramos, Susana Rotker) y no niego, por supuesto, que haya diferencias y matices de lectura entre ellos, o que Martí en ocasiones critique a los Estados Unidos. Lo que niego es la tendencia general de esta crítica a enfatizar esos reproches a la política imperialista, el mercado, la burguesía, y su arsenal filosófico que incluye pensadores como Nietzsche, Heidegger, Foucault, Octavio Paz, Matei Călinescu y Homi Bhabha. Es un tipo de lectura, afirmo, que enfrenta una cultura letrada-democrática, con valores auténticos, a una cultura mercantil-imperialista de signo negativo, y que se complace en subrayar las “resistencias” del cubano en las “entrañas del monstruo”.  
   No dudo, por consiguiente, que Rojas esté en desacuerdo conmigo, ya que en Etnografía yo critico esta forma de pensar a Martí y me propuse reevaluar las tesis que repite los mismos argumentos, y tiende a sacar al cubano de su contexto y convertirlo en una especie de héroe antimoderno, cuya arma principal es la poesía, o como dicen Ramos, Rotker y Rojas, “la estética”. Esta crítica ignora, por supuesto, su complicidad con las políticas del Estado norteamericano y con la forma de pensar de sectores bastante conservadores de su tiempo. Más aun, es una crítica maniquea, que enfrenta a un Estados Unidos bueno (representado en las figuras de Emerson, Helen Hunt Jackson y otros reformadores) a un Estados Unidos malo, con su política expansionista, su economía de mercado, sus monopolios, y sus sectores afluentes. No por coincidencia, este tipo de acercamiento tiene sus puntos de convergencias con las fobias y los intereses legitimadores de la revolución cubana (el antiimperialismo, el anticapitalismo, el antirracismo), cuyo discurso central con respecto a los Estados Unidos es justamente la metáfora de David contra Goliat.
   Rojas, como dije en la reseña de su libro en el 2001, logra por momentos despegarse de este discurso legitimador, y por eso no dudé en incluirlo entre los críticos y pintores “herejes”. Pero su lectura, advierto, sigue punto por punto, las que hicieron estos otros críticos en los años noventa, y por eso dije que para apreciar su libro había que compararlo con lo que se producía en Cuba en aquellos momentos. No con lo que se había publicado fuera.
   En esa ocasión le critiqué también el énfasis excesivo que puso en el Martí antimoderno y si Rojas ha cambiado de opinión después de esto, esa es otra cuestión que merecería analizarse, pero que no es mi interés, ni fue lo que me propuse hacer en este libro. Lo importante para los propósitos de mi ensayo era mostrar qué críticos se habían apuntado a esta tesis y cuál era mi posición sobre este tema. Entrar en detalles sobre lo que dijeron cada uno de ellos, y las veces que Rojas apoya esta tesis o cambia de opinión, no me interesaba. Mi objetivo central, como dije, fue analizar, la posición etnocéntrica que Martí adoptó al hablar de los nativos americanos, y  su respaldo a las políticas de fuerza que pusieron en práctica los gobiernos liberales en los países a los que fue a vivir.
   En ninguno de estos casos, Martí muestra su “resistencia estética y moral a la modernidad”. Todo lo contrario, apoya la guerra contra las últimas “guaridas” de los indígenas en la Pampa y la Patagonia en nombre del progreso, y apoya las políticas desarrollistas de las élites gobernantes. Asimismo, respalda la “americanización” de los nativos, la política de blanqueamiento a través de la inmigración italiana y el despojo de sus terrenos si no los hacían producir. Creo que todo esto es tan importante de destacar como discutir si Martí era o no antirracista o si mostraba o no resistencias a la modernidad, porque en todo caso, yo no hablo de “racismo biológico,” como insiste Rojas, sino de etnocentrismo, y las diferencias entre ambos conceptos las expliqué en el primer capítulo de mi libro y en otros dos artículos publicados anteriormente, uno en el 2006 y el otro en el 2010 (Etnografía 17).
   En todos estos lugares dije que a diferencia del racismo biológico, los pensadores etnocentristas –en los cuales incluía a Martí-- creían en la superioridad de su cultura, no de su raza. Creían que los otros estaban equivocados y debían abandonar sus hábitos y costumbres y adoptar los “correctos”. En el fondo, advierto, este es un concepto tan problemático como el de racismo biológico, ya que el etnocentrismo se convierte en racismo cuando se usa para expresar la superioridad cultural del hablante o de un grupo étnico sobre otro (Wing Sue 33) o en el caso, como dijera James Jones en Prejudice and Racism, en que el Estado se sirve de él para apoyar leyes en contra de las minorías étnicas y a favor de las élites blancas (155).
   De modo que si vamos a hablar de racismo en Martí o en cualquier otro escritor, tenemos que empezar aceptando ambas formas de discriminación, y que ambos conceptos son constructos ideológicos con intenciones políticas y económicas muy claras. Ambos responden a la lógica racializadora del Estado moderno, como dice Goldberg en The Racial State, que tanto en América del Norte como en América del Sur defendían los intereses y aspiraciones de los grupos descendientes de europeos en el poder, y tenían una escala de valores y una lista de exclusiones raciales y culturales. En base de esta lista, estos otros sujetos (indígenas, asiáticos, negros, incluso inmigrantes que venían de la periferia de Europa) no tenían el derecho de ser parte y tener voz en el debate. Para ello, tenían primero que dejar a un lado su herencia cultural y material, y adoptar las formas de la cultura dominante. De ahí que digamos que la “campaña del desierto” en la Argentina, (que no fue otra cosa que una guerra de exterminio contra el “salvaje”), la política de blanqueamiento y la creencia de que había que “matar al indio y salvar al hombre” en las escuelas norteamericanas, fueron políticas guiadas por una agenda supremacista blanca, que respondía a los intereses del Estado blanco, occidental y modernizador. Martí, como dije, apoyó con entusiasmo todas estas medidas las cuales ignoraban sus biógrafos cuando hablaron de él como si fuera el “santo de América”, el héroe de la antimodernidad o “el hombre más puro de la raza”.
   Llamar al indígena “raza imbécil” (OC VI, 283), “salvajes” (OC XIII, 282), “pueblo de bestias” (OC VI, 328), “gusanos” (OC XVIII, 194), o “razas en estado inferior” (OC XXI, 432) como hace Martí en sus crónicas, y exigirles que se suban al carro del progreso es algo que hoy no podemos aceptar. Primero porque no tenemos tal derecho, y segundo, porque no podemos rebajar su condición humana al imponer sobre ellos categorías degradantes que los juzgan a través de los presupuestos de nuestra propia cultura. Hoy en día tampoco podemos estar de acuerdo con políticas basadas en la supuesta inferioridad cultural del otro. Ni que hay culturas y razas que no han evolucionado lo suficiente. La historia no “evoluciona” desde el punto “A” a punto “B”. No nos “perfeccionamos” a medida que pasa el tiempo. La humanidad no “asciende cuando adelanta” como diría Martí (OC VI, 226). Si así fuera el siglo XX no hubiera sido el más cruento en la historia de la humanidad. Por eso la idea de un desarrollo ascensional y progresivo es una falacia a la cual no podemos asociar  el concepto de libertad, ni mucho menos subscribirla como correcta o dejarla de cuestionar como hace Rojas. Tampoco, por supuesto, es tajante, la separación entre los argumentos historicistas y los naturalistas. Goldberg es el primero en reconocer que hay autores que adoptan un punto de vista historicista en un momento y luego cambian de opinión y adoptan otro naturalista. Si bien los naturalistas defendieron claramente la inferioridad racial de los negros y los indígenas en base a su herencia biológica, como dice Goldberg, los historicistas tendían a ser “ambiguos, ambivalentes, e hipócritas”, evitaban hablar de inferioridad y se mostraban cautelosos, respetuosos y tolerantes, aun cuando bajo esta retórica seguían invocando el poder racial (Racial State 79). 

   No creo, por consiguiente, que podamos ignorar estos deslizamientos de un discurso al otro o que debamos cristalizar el pensamiento racial de Martí dentro una forma determinada, porque cuando Martí habla de los negros, sobre todo, hay en sus textos ambigüedades, y una mezcla del lenguaje científico, que hace énfasis en la “herencia,” y el lenguaje historicista, que pone sus esperanzas en la historia, el tiempo y su asimilación a otra cultura. Es decir, hay una mezcla de historicismo y naturalismo, y una negación del presente que Martí compartía con ellos (“negation of coevalness” como diría Johannes Fabian), que evidencia un distanciamiento que puede ser racial o cultural cuando confía en la historia. Esta negación del otro (los indígenas, los negros, los inmigrantes indeseados y los criminales como Charles Freeman), los inferioriza en la medida que los pone en un tiempo pre-moderno y les atribuye categorías antropológicas y zoológicas inferiores y degradantes (es decir, cuando los llama “bestias”, “gusanos”,  o ve diferencias en “grados” de desarrollo entre ellos).
   Todo esto lo expliqué en mi libro, pero lamentablemente, Rojas no prestó atención a nada que no le sirvió para criticarme. Pasó por alto las categorías de historicismo y naturalismo que aclaré en la introducción. No prestó atención a las ideas de Goldberg sobre las políticas racializadoras de los Estados modernos, ni sabía que Lamore había dicho que el evolucionismo sociocultural había influenciado al cubano. Para colmo, ni siquiera discute el concepto de etnocentrismo y le hace creer a los lectores que estoy hablando del racismo biológico cuando ni siquiera él puede encontrar “evidencias” para apoyar esta tesis.
   En su ensayo en este dossier, Rojas sí le dedica unas palabras a esta idea aunque no dice tampoco en qué consiste, ni por qué lo usa, ni habla de su historia en los estudios martianos. Simplemente afirma, como por iluminación, que la posición de Martí se corresponde más con la de Enrique José Rodó y el peruano Manuel González Prada, que según él “rehuyeron los tópicos del darwinismo social e intentaron una comprensión no tan etnocéntrica o antropológica de América Latina” (énfasis nuestro). Bien, y yo me pregunto. ¿Qué quiere decir “no tan etnocéntrica”?  ¿Qué Martí era un “poco” etnocéntrico? ¿Por qué entonces, Rojas no nos aclara en que consiste ese “poco” de etnocentrismo en lugar de negar –como hago yo-- el racismo biológico? ¿Pensará que por ser tan “poco” hay que dejárselo pasar?
   Por desgracia esta es la forma de pensar la crítica tradicionalista martiana, que prefiere barrer debajo de la alfombra sus deslices, justificándolos de la mejor forma posible o pasando la página por considerarlos “contradicciones menores” como decía Cintio Vitier (Etnografía 234). No le interesa prestar atención a nada que pueda comprometer su imagen o desvalorizar su figura, y por eso habla de “anacronismos”, de “superaciones”, se cuida de tocar los temas difíciles o se niega a juzgar sus ideas por las de nuestro tiempo como si pudiéramos confinar el racismo, la homofobia o la misoginia a una época específica de la historia o pudiéramos, milagrosamente, salir de nuestro cuerpo y de nuestra época a la hora de analizar un autor. “Era natural en su tiempo” dicen. Son “contradicciones menores”. “No podemos aplicarle conceptos de hoy.” “Todos somos etnocéntricos”. Cuando se trata de exaltar su figura, sin embargo, TODO vale. No solo el presente, con toda su cohorte de filosofías y teóricos, sino hasta el “futuro” y la eternidad. Este, y no otro, es la base del discurso hagiográfico y parcializado a su favor que por tanto tiempo ha dominado los estudios martianos.

   Martí, repito, creía en la “utilidad de la virtud” y en el “mejoramiento humano” como dice en el prólogo de Ismaelillo, pero no creo que estos términos sean suficientes para entender su actitud ante los indígenas o los criminales, porque tanto la “perfectibilidad” como el “mejoramiento” ponen sus esperanzas en el futuro, apuestan por el tiempo acumulado o como él dice “por la infusión de razas viejas” (OC IX, 456)  y de lo que estamos hablando es del presente, y de las medidas que el Estado adoptó para con ellos (expropiación de sus tierras, confinación en las reservas y la aculturación). Por tanto, ese futuro promisorio presuponía un presente deleznable, “razas vírgenes” y criminales en los que resurgía “las brutalidades de la aún no olvidada fiera” (OC IX, 456) e inmigrantes incultos y violentos que eran incompatibles con la raza del Norte o debían ser aculturados. Es un presente que posiblemente para algunos de ellos no fuera suficientemente largo y que de ninguna manera autorizaba que los otros impusieran su cultura sobre ellos, y mucho menos que los exterminaran. 
   Por eso digo que la idea de “perfeccionamiento” en Martí está basada en un orden temporal y jerárquico, en un modelo de exclusiones que justificaba actuar sobre “ellos” para alcanzar al final un individuo “como nosotros”. Afirmo que su forma de percibir la otredad debe enfocarse a partir de la idea de aculturación y de las políticas racistas que impusieron los diversos estados donde vivió. No digo que enfrenta los EEUU desde un “dispositivo moral antimoderno”.  Ni que Martí es la otra cara de Faustino Sarmiento como es tan común encontrar en el discurso maniqueo y trillado sobre este tema. Digo que cree en la influencia del mercado, la ganancia y el consumo para “civilizar” al indígena. Digo que negar su liberalismo –que niega estas mismas estrategias de aculturación-- ha sido un gesto recurrente de la crítica revolucionaria, marxista y anticapitalista en Cuba entre la que cabe señalar los ensayos de Isabel Monal, Bernardo Callejas y Roberto Fernández  Retamar (Etnografía 36). 
   Si Rojas cree que debí haber separado su nombre del resto de los críticos que menciono o que yo no debí caer “en simplificaciones de la querella ideológica” cuando critico a Juan Marinello, José Antonio Portuondo y Roberto Fernández Retamar en Cuba y a los Sandinistas en Nicaragua,  es su opinión, que por supuesto, yo no tengo por qué compartir. De todas formas me parece irónico que alguien que mezcla literatura y política en sus ensayos, y que muchas veces lo hace cayendo en esas mismas “simplificaciones,” exija que nosotros hagamos algo diferente.
   La política, como señalo en el título de mi libro, es uno de los temas centrales que me propuse desarrollar, tanto si hablo de Martí como de los que hablaron sobre él, y retomé estas discusiones para reconstruir las comunidades críticas, y las redes textuales que le han dado sentido a su obra y han politizado su representación de los nativos americanos. Por eso pensar que debemos o podemos siquiera discutir las ideas de Martí al margen de la política y de “la querella ideológica” me parece una limitación académica no solamente pobre sino también ingenua. Todos los que discutimos sobre Martí, querámoslo o no, caemos en estas querellas.
   ¿Qué debí incluir entre mis referencias bibliográficas el libro de Ottmar Ette? Puede que tenga razón. Hay tantos libros que me hubiera gustado releer y agregar al argumento. No sólo como parte de la “bibliografía” general, como hace Rojas, sino como textos con los cuales dialogo dentro del texto, critico y comparto opiniones. En mi reseña de su libro, yo le critiqué también la escasísima bibliografía martiana que utilizó en el suyo, y a pesar de que creo que la erudición y la obra total y perfecta son otras falacias a las cuales nunca he aspirado, pienso que incluí títulos suficientes en el mío como para mover la discusión en un sentido diferente al establecido y mostrar genealogías y complicidades que no se habían señalado antes. Al fin y al cabo, como dice el mismo Ottmar Ette en su libro, la suya es una historia de su recepción, y no es la única, ni la última que se ha publicado sobre Martí. Pero Rojas cree que la discusión sobre el tema ya terminó, y debe ponerse a un lado, y que algunos de los autores con los que comparo a Martí no son de su época y por eso, dice, caigo en varios “anacronismos”. ¿Cuáles son estos anacronismos? Afirma:

   Camacho cae en varios anacronismos, como identificar las ideas raciales del cubano con autores y obras posteriores a Martí mismo, como Cesare Lombroso, Carlos Octavio Bunge, Francisco Giner de los Ríos, Fernando Ortiz o Rufino Blanco Fombona.

   Bueno, para empezar, ni Cesare Lombroso ni Francisco Giner de los Ríos son “autores posteriores” a Martí. Cesare Lombroso nació en 1835 y Francisco Giner de los Ríos en 1839. Martí nació en 1853, es decir, 18 y 14 años después que nacieron ellos.  El índice onomástico de las Obras Completas de Martí, señala que el cubano habló de Francisco Giner de los Ríos dos veces (OC XIX, 406) (OC XV, 39), y si Rojas hubiera leído el tomo número 21 de sus Obras Completas, habría visto, que allí aparece un juicio crítico del cubano sobre L’ Uomo de genio (1888)  de Lombroso (OC XXI, 415), cuya tipología física del criminal nato se acerca a la del cubano (“José Martí, ‘la aristocracia intelectual’ 7).
   Por otro lado, Blanco Fombona (1874-1944), al igual que Rubén Darío (1867-1916), Amado Nervo (1870–1919)  y muchos otros, que sí nacieron después que Martí, era un escritor modernista y escribió sobre las mismas cuestiones que escribió él. Como bien saben los que han estudiado este periodo literario, el modernismo comprende al menos dos generaciones y algunos epígonos. Va de 1880 a 1930, aproximadamente, y en este tiempo muchos de estos escritores compartieron ideas, valores y puntos de vistas estéticos y políticos semejantes. De este modo, Fombona, uno de cuyos libros prologó nada menos que Rubén Darío en 1904, poetizó como hizo Martí, un incendio en Ámsterdam (Martí lo hizo en New York) y habló de las diferencias raciales como un impedimento para la unión nacional. Por esta razón es que los comparo a los dos.

   Desafortunadamente, Rojas no repara en nada de esto. Ni siquiera sabe la fecha en que nacieron los autores que menciona, ni si Martí alguna vez habló de ellos o si escribieron dentro del mismo movimiento literario. Mezcla en su crítica todos los nombres que le parecieron extraños o con los cuales no se había comparado antes a Martí. Tampoco especifica cuál era el punto de cotejo en mi libro. Para más desconcierto, adopta nuevamente la actitud del crítico que piensa que lo que es correcto para él, no es correcto para nosotros, porque para ser honestos, si Rojas hubiera pensado antes de esta forma, habría sido mucho más cuidadoso cuando escribió su libro sobre Martí. No hubiera comparado, entonces, al cubano con Jorge Luis Borges  (1899–1986), ni con José Vasconcelos (1882–1959) ni con Albert Schweitzer (1875–1965) (Martí, 80). Mucho menos hubiera dedicado un ensayo a cotejar a José Martí con Francisco Madero (1873‒1913) a quien llama su “contemporáneo” (Martí, 68-80).  
   De nuevo, Blanco Fombona, Carlos Bunge, y Francisco Madero son de la misma generación. Los tres nacieron casi 20 años después que Martí. ¿Por qué, entonces, Rojas cree que él puede comparar a Martí con Madero y yo no puedo compararlo con Fombona? ¿Qué lo autoriza a él a establecer este doble rasero en la crítica?
   En mi reseña de su libro yo no le critiqué a Rojas que hiciera estas comparaciones porque entendí que si bien Martí no leyó a ninguno de estos autores, Rojas sí lo hizo y pudo establecer semejanzas y diferencias que otros no vieron. Pero Rojas, repito, cuando me critica asume una posición diferente, y por eso me acusa de “anacronismo”, nada menos que por haber hecho referencias a las ideas de Fernando Ortiz. Pero Ortiz (1881–1969) no fue solamente un escritor que nació después que Martí o escribió libros que él no leyó. Ortiz fue un etnólogo que se apuntó, --como digo en la introducción de mi libro--, igual que Martí a la teoría del  evolucionismo socio-cultural (Etnografía 17). Fue un teórico de la diversidad étnica y sigue siendo uno de los comentaristas más influyentes del cubano. Si Rojas piensa que yo no puedo mencionar a Ortiz en una discusión sobre la cuestión racial en Cuba, ni puedo apoyarme en su crítica a la aculturación, él tampoco debería basar sus ideas en las de Ángel Rama, Homi Bhabha, y otros tantos teóricos que definitivamente tampoco fueron sus “contemporáneos”. Ni mucho menos pudiera hablar de Martí y los negros.
   Para terminar esta aclaración, no puedo dejar pasar por alto otra  equivocación que comete Rojas en su reseña, esta vez, la que se refiere a la influencia del krausismo en Martí, ya que yo tampoco “sugiero” como afirma él con gran imaginación hermenéutica, que a Martí lo influyó “la psicología o la sociología panhispanista de discípulos” de Karl Krause y Giner de los Ríos, “como Labra o Altamira”.  No. En mi libro yo tampoco digo esto. Nunca menciono estas disciplinas, ni digo que influyeron a Martí, ni mucho menos menciono a Altamira. Cuando hablo de Labra y Giner de los Ríos, lo hago únicamente para destacar su etnocentrismo (Etnografía 22). Mis referencias al krausismo en Martí se basan sobre todo en la lectura que hizo el cubano de Guillermo Tiberghien,  cuyo libro le ayudó a apoyar la enseñanza obligatoria en México.
   Pero otra vez, Rojas pone palabras y conceptos en mi libro que yo nunca dije ni defendí. No se toma el trabajo de ser exacto, ni de señalar las semejanzas que sí menciono entre estos autores. Prefiere hablar de lo que yo no digo e ignorar lo que sí afirmo. Opta por  citar libros y autores que no vienen al caso en una alucinante catarata de nombres. Habla de Martí, los negros y la nación cubana en lugar de Martí y los indígenas,  del racismo biológico en lugar del etnocentrismo y utiliza un doble rasero para criticarme. Si Rojas quiere probar que estoy equivocado y que él tenía razón cuando escribió su libro, está en todo su derecho a hacerlo, pero al menos debe respetar las ideas y la tesis que planteo. No puede fundamentar su crítica en lo que yo no dije, ni criticarme sin considerar lo que ya ha dicho la crítica o sin prestar atención a los presupuestos teóricos en los que me apoyo. A estas alturas, lo que sobra en el debate sobre Martí son opiniones no fundamentadas, lugares comunes y distorsiones ideológicas de todo tipo. Lo que faltan son ideas nuevas, que se aparten de los caminos trillados, del maniqueísmo enteco, del retoricismo hueco y del culto martiano.

(Martí, el evolucionismo y los indígenas. Reiteraciones sobre un mismo punto. La Habana Elegante, segunda época, 2014)

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