Jamás de los majases he dudado
del esfuerzo sobrehumano que tienen que hacer los poetas para trasladar a
imágenes los sentimientos. Y si lo que hacen les sale cantarino, tintineante,
cascabelero y rimado, el esfuerzo es doble, aunque a todos les parezca hecho
con facilidad. La felicidad no es fácil, y la rima menos. Cuando un poeta se
arrima a la rima, baja de peso, siempre que sea un poeta que intente no
repetirse. En el caso de otros, como usted, que tenía un vademécum repleto de
vírgenes a mano, y que fue capaz de enyuntar "nexo" con
"sexo", ya hay suspicacias de por medio, aunque existen también los
suspicaces de por miedo.
He pensado mucho en usted durante toda una
semana. Sé que lo dejé arrodillado, solo ante el peligro, a punto de practicar
una acción entre poética y erótica con la lengua española, para fijar y dar
esplendor, y quizá hasta para sacar brillo a una fruta femenina que se le
brindaba, húmeda e hirviente. No sé si lo haría con asco o con placer, o por
sentido del beber, ya que por declaraciones versátiles suyas —es decir, hechas
en verso— le acomodaba más besar frentes virginales, marmóreas, serenas, que
una vulgar vulva en su apogeo.
La culpa es suya. Por ese poema les
conoceréis, o le conocieron tanto en la Isla como por el otro, intitulado La
lágrima infinita, empatados ambos los dos en el fervor popular, aunque con
ligera ventaja del erótico sobre el triste. Total, tristes había montones.
Había molote entre desgarrados y dolientes, quejosos de toda laya y llorosos de
prosopopeya. Por eso su poema del hombre que se arrodilla frente a una
calentorra para sorberle hasta el agua de la lavativa, marcó con fuego a toda
una generación de hombres serios y pacatos que, memorizando clandestinamente
esos versos, le adoraron por atrevido.
Es el que describe un piadoso cunnilingus,
orgánico y nada orgiástico; un soneto carnívoro, un recuerdo velado y
desvelado, revelado y rebelado en una primera —¿única?— comunión personal. Se
titula Mi primera comunión, a la que, no obstante algunas imágenes fulgurantes
y ciertamente de lo más picantoso de la época, califica luego de
"perversa". Debió ser por la artritis, o porque la "ardiente
gozadora" no tenía en la herida sangrienta de su sexo una higiene de
primera, como para quedarse por allí una temporada.
Quizá no estaba desinfectada correctamente.
Algo me da que la propietaria de aquella "carne tentadora ungida por los
óleos de un aroma enervante" no se llevaba bien con el jabón. Ya lo
describe usted más adelante cuando habla de que la susobicha tenía
"entreabiertos los labios purpúreos de bacante", y, para rematar,
también "sudoroso el sedante vellón de tus axilas". Con ese bejucal en
el sobaco qué se puede esperar del marabuzal en las tierras bajas.
Tal vez era todo más sencillo. Si la
duración de esa absorción duró catorce versos no era por aversión suya a la
explotación petrolera, ni al aroma a ciénaga de aquella berganta, sino a que
era usted vegetariano, o alérgico a la carne ungida al óleo. No entiendo mucho
el escándalo alrededor de esa obrita levemente libidinosa. Ya había anunciado
su amor por Safo con versos tal vez procaces para su tiempo cuando dijo:
"anhelo pecadora, tu lascivo contacto", donde, por imprecisa
ortografía no sabemos definir muy bien si la pecadora era la poetisa de Lesbos
o usted misma.
Era lógico que, ante tanto salpullido
erotizante, algo se consumara. Lo escribió de esta manera que analizaremos
detalladamente cuando termine de succionar y la dama se dé un duchazo: "Me
prosterné a tus plantas y abatí mi cabeza/ entre tus muslos: como un abate que
reza/ te ofrendaron mis labios su erótica oración".
Vamos a enderezarnos y a enfriar los ánimos,
cosa difícil si una oración de ese tipo se realiza con asepsia mental. ¿Qué es
eso de abatir como un abate? ¿El abate, abate, o bate su chocolate? Abatido es
acción pesarosa, así que desde la forma verbal indica el ánimo con que se
sumergía en el tremedal. Y de ñapa clava a un abate, no solamente por situación
de extrema castidad, sino de manera descriptiva y física de la acción misma,
además de prohibida, lo que hace el consumo de néctar vaginal más pimentoso,
saleroso y olé.
Recurre también a esa postura fraydilenta
para disfrazar el hecho en sí, y hacerlo ambiguo, muy pillín, pícaro en su bola
escondida, a pesar de que en estos abiertos tiempos escandalosos se me hace
hilarante que alguien se arrodille delante de un horno de hembra a susurrar o
murmurar. Para eso hay cabinas, locutorios, teléfonos públicos. Si usted lo que
pretendía era hablarle a aquella incendiada frutabomba pudo haberla llamado por
teléfono, que le evitaba la lumbalgia.
Para declarar, por escrito y públicamente,
que hubo coito lingual, lengüetazo en el idioma crudo de los alrededores de
Bayamo, se refugia en un malabarismo incomprensible, un tropo tropical que
huele a misterio del interior y al mismo tiempo confunde a los abstemios
vulvares cuando dice, describiendo el acercamiento de bembos: "ávidos se
anidaron en un íntimo nexo", que puede ser un pie de foto excelente para
el restablecimiento de relaciones entre la República de Cuba y Gabón, con
abrazo ministerial incluido.
Qué es eso, Hilarión. Se dejó llevar por el
pudor a la hora de atornillar, de abrir compuertas, de rematar al toro por los
cuervos. Y ahí patinaban nuestros abuelos. Los imagino en los cafetines de la
época, como el Café Pasaje, frente al Capitolio Nacional, templo de su
preferencia, recitándose el poema de marras a soto voce, con los ojos
brillantes, y pasando por alto este verso crepuscular y decisivo que no
entendían en la forma pero sí en el supuesto. Los evoco debatiendo con los
limpiabotas, y preguntándose al borde del betún: "Pero el hombrín, ¿mamó o
qué?", aunque todos sabían que no cabía o qué posible, porque era la
primera vez que se rimaba en territorio nacional, poéticamente, la consumición
de un hecho íntimo.
Ese ha sido uno de sus innegables méritos:
llegar a lo físico. Fue usted un fisioterapeuta del verso, y ese poema, donde
describe a la volcánica peuta esperando la fisioterapia bucal, fue un jalón
supremo de nuestras letras. No hay que bucal mucho a posteriori para descubrir
cómo el verso heroico sepultó tales temas. Es difícil declarar que alguien le
hace una felación al Titán de Bronce, o que sodomiza a un mártir de la patria
por muy despampanante hembra que haya sido, que en siendo pocas, las hubo:
madres mamantísimas, amas de casa delicadas, amantes perfectamente ardientes
que el mal olor de la política y la lucha social echó a perder.
Es cierto que le perdió la rima y la
facilidad de acordes con que escribió para que se acordaran de lo escrito, pero
no hacía más que cumplir con un reclamo martiano: "sólo el amor engendra
melodías". Así que se puso usted a engendrar libros de versos a diestra y
siniestra, a parnasiar, llenando hasta diez cuadernos inéditos de faunos,
sátiros, vestales, nácares y palmípedos, en versos alegóricos y de barniz
demoníaco, que le calentaban las pantorrillas a aquellas damas de la época tan dadas
a esconder en público los despelotes privados. Y fue poeta de salón.
Si se hubiera limitado a los juegos
florales, bien. Si sus versos hubiesen pasado de mano en mano, o yaciesen en el
regazo de jóvenes imberbes y soñadoras, mejor. Qué otro destino buscaban si no
conmover con su sonido perfecto de cajita de música, y darle argumentos a los
viriles curdas de los bares del puerto para crucificar a una mala madona,
justificando que los hombres machos no lloran, a pesar de lo infinito de su
lágrima, con esos versos finales de su otro poema famoso: "Ésa… no la
verás, porque en la calma/ de mis angustias, se ha trocado en perla!/ Para
verla hace falta tener alma;/ y tú, ¡no tienes alma para verla!
No quedaron ahí sus creaciones y, a pesar de
que no tuvo culpa directa, sucedió con ellas algo más perverso, satánico,
imperdonable: aparecieron los declamadores. En la radio proliferaron tipos
macabros con voces profundas y engoladas, voces de útero, voces tronantes y
acarameladas, que le sonaban un verso suyo al pinto de la paloma creyendo que
así contribuían a la propagación de la especie humana. No hubo pareja que no le
tuviera por padrino poético. No hubo carta que no le fusilara alguna rima para
mima, una imagen edulcorada, un versículo de cubículo. No existió sitio en el
dial en que no aparecieran, al borde de la penumbra, aquellos declamadores que
parecían sufrir masticando la cadencia de sus versos.
¿Cómo recordar con decencia un amor, si sus
inicios fueron marcados por la voz depredadora de uno de esos voceros de su
obra? ¿Cómo mirarle a la cara, al cabo de tres años, sin que retumbe en nuestra
memoria la cavernosa dicción de uno de esos amables amenizadores de intimidad,
diciendo, con musiquita de fondo o fondillo musical: "planta parásita como
la hiedra/ que trepa al corazón y lo consume…"? ¿Cómo ver al cardiólogo y
explicarle que uno tiene en el alveolo algo de hiedra? ¿Dónde escabullirse sin
que nos persiga esa voz nocturna, declarando con impudicia de tenor acatarrado:
"Yo soy la paradoja, la antítesis perenne…", con tantas paradojas
orgásmicas que se hicieron nuestros abuelitos, recordando su poema del abate
que se abate entre los muslos de una gozadora?
Quedan. Perduran en algunas emisordas de
habla hispana. Mantienen viva su poesía con sus guaraposas cuerdas vocales.
Tengo, para su descargo, que esa vida que dedicó al amor y a la fraternidad, a
su dolor personal y a tanta virgen loquita por desmameyarse frente a un pecador
arrodillado, no le dejó meterse en temas más vulgares de poesía de combate. En
definitiva, el eterno combate siempre ha sucedido en una alcoba a media luz,
acompañada por el ríquiti ríquiti de un bastidor sin estirar y un colchón que
se humedece de pasiones. Nunca he visto a uno de esos declamadores entarimado
en concentración popular, enfebreciendo a la masa descocada, llamando a la
lucha armada con versos suyos como: "piensa que si aún hay vida entre los
muertos,/ te seguiré queriendo todavía".
Habló sólo de amor, a su manera, lacrimosa e
infinita. No mandó a nadie a la guerra, ni le jeringó las vacaciones a obrero
alguno lanzándolo a la lucha armada o a la huelga. Trinó, desde su intimidad,
sin intimidar, y ya eso vale. Su poesía queda en esos infames decidores de
versos, que hacen como que se emocionan para emocionar, pero nada tiene que ver
con la otra supuesta poesía de multitudes, la tribunicia. A esos otros sí habrá
que llevarles a los tribunales.
(Carta a Hilarión Cabrisas [II]. Cubaencuentro, abril 2006)
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