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Wednesday, March 14, 2018

Orlando Luis Pardo Lazo vs. Antonio Rodríguez Salvador, Ricardo Riverón Rojas y Jorge Angel Hernández Pérez

La chealdad del oficialismo cubano no tiene parangón en la historia contemporánea.
   En efecto, el castrismo, hoy acorralado contra la pared del Cementerio Castro, tiene que echar mano a los “cheos” para que lo defiendan en su fase final: la fase funeraria (la más feliz para el pueblo cubano).
   Dicho proceso de despotismo decadente empieza, por supuesto, por la llamada “estética de la guajirá”. Es decir, por el pánico provinciano a todo lo que sea urbano, libre-pensador, cosmopolita, democrático, diverso y, en resumen, occidental.
   Así que la semana pasada le tocó el turno a las fiestas de Halloween.
   Y allá fueron los Tres Reyes Magos de Las Villas a despotricar, como caballitos estatales de una feria fiel, en contra de la celebración espontánea del Día de Halloween en la Isla. O sea, en contra de toda nueva ilusión juvenil. Y en contra de todo lo que apunte a un futuro sin las efemérides fósiles de la Revolución.
   Son estos tres guajiros cubanos: Antonio Rodríguez Salvador, Ricardo Riverón Rojas, y Jorge Ángel Hernández Pérez.
   Los tres obsoletos al punto de lo obsceno, en tanto intelectuales de tercera categoría en Cuba (esos son los más peligrosos). Los tres a sueldo del periódico oficial La Jiribilla (que reparte computadoras baratas y una cuenta de internet a los escritores para comprarlos). Y los tres caballeros andantes de la Mesa Redonda, en contra de los molinos mercadotécnicos de ese rey malo en cuya corona se lee en mayúsculas: CAPITALISMO.
   Antonio Rodríguez Salvador, obsesionado con la tara de su natal Taguasco, en los remates de Sancti Spiritus, retoma su teoría de que “hay algo en las grandes ciudades que difumina al individuo; lo empaña y lo hermetiza; lo torna extraño para el semejante”. Mientras que “los pueblos pequeños, entretanto, son sustancia del mito, guardianes y carácter de la tradición; suerte de ‘anticuerpos’ para prevenir invasiones culturales incompatibles”.
   De ahí que, para él, la noche de Halloween, al ser una “fiesta esencialmente norteamericana […] resultado del sincretismo de tradiciones cristianas y celtas”, no merezca celebrarse en la Cuba del Cuartel Moncada, pues para este campesino ilustrado no tiene sentido “celebrar el arribo al equinoccio de otoño, en un país donde ni siquiera hay otoños”. Y esto sin descontar el gasto que le traería al régimen tener que “importar o fabricar de plástico” las calabazas “emblemas del Halloween, esas grandes, redondeadas, color naranja”.
   En resumen, que el Halloween “a imagen y semejanza de Hollywood […] en esencia significa un ‘más acá’ diseñado para divorciar a los pueblos de sus culturas y tradiciones, de modo que sus pautas de conducta y escalas de valores terminen coincidiendo con los intereses del mercado”, ese ogro del “más allá”, donde “tan solo reina la ‘santa’ rentabilidad de unas ‘sacrosantas’ trasnacionales”.
   Por su parte, el olvidado poeta villaclareño Ricardo Riverón Rojas, de versos tan pasados de época como el yate Granma o el Maine, se lamenta en La Jiribilla de que “un grupo relativamente numeroso de jóvenes de los llamados ‘mikis’ han comenzado a reproducir, con lamentable matiz imitativo, los rituales de la que también se conoce como Noche de brujas”.
   Y de ahí, entonces el propio Riverón se disfraza de fiscal ofuscado de banderas rojas, y acusa a nuestra muchachada capitalina (¿capitalista?) de “una mimesis exacerbada por la desinformación, junto a unos consumos culturales centrados en el despliegue audiovisual donde lo light de los parlamentos, el culto a lo fastuoso y el desborde lumínico protagonizan casi todo”. Incluido aquí el mayor pecado capital (¡capitalista!) que pueda concebirse en cualquier comunismo: “la exaltación a ultranza de la individualidad”, en lugar de la masa amorfa que tanto le gustaba amasar al Cadáver en Jefe Fidel.
   Por último, la víctima vejada por la Seguridad del Estado (y, en consecuencia, el después devenido agente delator del G2) Jorge Ángel Hernández Pérez, quien tanto hizo en Cuba en entre el 2008 y el 2013 para que yo fuera arrestado por antipatriótico, plantea la tesis más interesante de todas, por ser la de una idiotez más insulsa: 1) “Son los jóvenes consumidores de series de TV sus practicantes principales”. 2) “¿Hay un deseo de convertirse en personaje de la industria audiovisual cuando convocan a Halloween en La Habana del siglo XXI?” 3) “Tampoco es barato el alquiler del disfraz, por lo que es de suponer que no son de escaso poder adquisitivo quienes se han embullado con la idea”.
   En resumen, que todo “intento de trasplantar Halloween a Cuba”, “algo insulso y efímero”, es típico sólo de “imitadores incultos que no sabían qué hacer con la información que recibían”, por lo cual “plagian, sencillamente, la costumbre anglosajona que la industria cultural ha conseguido descafeinar”. O sea, que si no tenemos un doctorado en Mitología Medieval o Estudios Culturales Comparados (que, por cierto, no se enseñan en las universidades cubanas), nunca podremos divertirnos ni siquiera durante una noche loca, en esa Cuba gris y grosera de una gerontocracia tan castrista como castrense: una dinastía en decadencia que no sobrevivirá a sus delfines descendientes.
   A estas alturas, no vale la pena añadir mucho a esta ristra represiva de propaganda y fobia a una vida en libertad: miedo a una existencia ligera, lúdica, y hasta lúbrica (¿por qué no?), que se burle y se oponga a la anorgasmia textual de tres machos cabríos cubanos, los tres sin ninguna experiencia internacional, aunque ya casi los tres estén en su tristísima tercera edad.
   A estas alturas, por suerte, sólo nos queda regocijarnos de que las nuevas generaciones de cubanos no sean tan cheas, ni lean a columnistas tan caudillistamente rancios, tan retrógrados y, lo peor, tan baratijamente cobardes como para venderse al Estado totalitario por una computadora conectada a un servidor servil.

(La guajirá castrista en contra de Halloween. Cibercuba, noviembre 2017)

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