Mucho hay aquí de aquellas
premisas compartidas por los discípulos de Vitier. Su reivindicación de la
“visión integral” tributa de la contraposición origenista de la “visión
poética”, unitiva, trascendente, a la perspectiva crítica, analítica; de la
visión, en última instancia, a la intelección. Esa dicotomía, tal como la
esgrime Arcos, me parece falaz: la crítica es buena o mala, aguda u obtusa,
dice algo nuevo o no dice nada nuevo, nos hace pensar o no nos hace pensar,
está bien o mal escrita. Escribe Arcos: “Muy diferente, a pesar de tener una
severa formación histórica y filosófica, es el caso de la crítica de Rojas, más
cortés, más ponderada, más literaria. Rojas comprende más, es decir, participa
más en la mirada del otro.”(p.116) “Más literaria”: aquí reaparece la dicotomía
origenista, ya no entre la literatura, pagano parque de diversiones, enigmas y
juegos, y la poesía, lugar de la Verdad y de los Misterios, como en Vitier;
ahora la literatura ocupa el sitio trascendente que antes tenía la poesía, en
el otro polo de la axiología sigue estando lo que Arcos llama “una perspectiva
eminentemente discursiva”. “Más cortés”: parece que hablara García Marruz –“Sin
cortesía los astros no girasen, el techo se nos vendrían encima, el viento
entraría desconsideradamente por la ventana alborotando nuestro pobre orden de
cosas”. (“Ese breve domingo de la forma”)
En un evento organizado por Walfrido Dorta
en la Facultad de Artes y Letras por allá por 2002 o 2003, Ponte dijo que la
crítica había que hacerla “con el cuchillo en la boca”. Prefiero esta idea
menos urbana, menos protocolaria, menos diplomática de la crítica, que tiene
también su noble prosapia (¿No era Alfonso Reyes quien decía que el crítico era
un aguafiestas?) a la de una cortesía que puede derivar en maneras de Juegos
Florales, en esa Sociedad de Bombos Mutuos que decía Piñera en alguno de sus ensayos
de los cincuenta. Es por eso que decidí incluir en mi libro esas páginas sobre
de Los años de Orígenes, aun
sabiendo que corría el riesgo de alienarme la simpatía de los admiradores de
García Vega, que eran ya, al contrario de lo que ocurría con los de Vitier,
cada vez más numerosos. No sé si mi crítica será ponderada; sé que es
fundamentada, que no atribuyo a García Vega nada que este no haya escrito. Es
flagrante paradoja, en todo caso, que Arcos reclame cortesía y ponderación
tratándose de un libro como Los años de
Orígenes. ¿Es cortés García Vega con Casal? ¿Es ponderado cuando dice que
la tradición cubana es “pobre y escasa? ¿Participa más de la mirada de los
otros cuando no reconoce que ningún escritor o pintor cubano haya “superado el
marco” o “revelado su circunstancia”?
Como alternativa a mi crítica, Arcos
esgrime también el ejemplo de Ponte, quien “no insiste en El libro perdido de los origenistas en descender a verificar tal o
cual dato en Los años de Orígenes”
(115). Arcos celebra que Ponte comprenda los “testimonios” de García Vega como
ficción, y cita su afirmación de que “da lo mismo si son verdad o mentira
algunas de las noticias que sobre otros escritores de Orígenes García Vega da
en su libro.”(p.115). Estoy totalmente de acuerdo, pero no es la falta de
“fidelidad a unas noticias” lo que yo señalo a García Vega, no es la
inexactitud de “tal o cual dato” que me empeño, con académica pedantería, en
verificar. En Límites del origenismo
no cuestiono en absoluto la parte testimonial del libro –cosa que, como bien
dice Ponte, carecería de sentido. Pedirle verosimilitud a las memorias de
García Vega es, ciertamente, como pedírsela a las de Arenas, pero hay una
diferencia importante entre Antes que
anochezca y Los años de Orígenes.
Más allá de lo propiamente autobiográfico, este libro presenta una tesis ya no
sólo sobre la literatura, sino incluso sobre la historia de Cuba. Cuando Arcos
escribe que “el testimonio de García Vega, pese a sus exageraciones, sus
amplificaciones erradas, tiene un valor, con respecto al origenismo, que no
puede desconocerse y que ningún argumento de Díaz puede aminorar” (112), está
obviamente tergiversando mi posición. Insisto: si ese libro, como afirma Arcos,
“es testimonio de una vivencia, en primer lugar”, ¿por qué incluyó en él García
Vega un ensayo sobre Varona y Sarduy, con quienes no tuvo trato alguno?
No se me escapa, sin embargo, que se trata
de un ensayo personal, idiosincrático, de gran fuerza expresiva; aunque por
momentos la prosa demasiado estilizada de García Vega se vuelve, en mi opinión,
casi una caricatura de sí misma. Entiendo, como señala Arcos, que el autor de Los años de Orígenes “no es un
ensayista académico ni tampoco un historiador”(p.116), pero me pareció, cuando
leí el libro hace varios años, y me sigue pareciendo después de releerlo, que
ese delirio de García Vega al que se refiere Arcos contribuye a oscurecer un poco las tesis
principales del libro: “La opereta cubana en Julián del Casal”, por ejemplo, es
un ensayo barroco, original, formalmente muy logrado; se encuentra, sin
embargo, cerca, incluso demasiado cerca, del discurso revolucionario de
aquellos primeros años.
Echar luz sobre esa cercanía es también
tarea de la crítica, y no sólo concentrarse en lo que Arcos llama, con un
lenguaje impropio de la crítica creadora que él reivindica, el “hecho
literario”. Tampoco Vitier es un ensayista académico ni un historiador; aunque,
ciertamente, menos autobiográfico que Los
años de Orígenes, Lo cubano en la
poesía es un libro intuitivo, nada escolar, que refleja las crisis vitales
de su autor, su conversión al catolicismo así como su angustiosa percepción de
la situación cubana en esos años cruciales de finales de la década del
cincuenta, y hasta el propio Arcos admite ya que se le señale críticamente a
Vitier la exclusión de La isla en peso
y de parte de la poesía de Guillén. ¿Por qué, entonces, cuestionar un libro que
también presenta, mucho más allá de anécdotas personales, toda una tesis sobre
la tradición cubana, sería “descender” a lo prosaico? Afirmar, como hace Arcos,
que “El crítico profesional, orgánico, aquel que no despliega además una obra
de ficción, tiene el deber de tratar de mirar desde la literatura.” (p.117), no
es sino una petición de principio. La crítica literaria habla de la literatura,
mira a la literatura, y puede hacerlo desde perspectivas muy diversas. Alguien
decía que la buena crítica siempre habla de la literatura en relación con otra
cosa –la historia, la política o lo que sea; en todo caso, la literatura no es
ese mirador cuya altura que garantizaría automáticamente una ganancia de visión
crítica. Quizás sea una diosa caprichosa que no se presenta cuando se la invoca
tan insistentemente.
En vez de oponer los nombres de todos
aquellos que han elogiado la obra literaria de García Vega, sosteniendo que al
no ser yo “creador” –y este término, insisto, tiene siempre cuando lo usa Arcos
el regusto del origenismo- no puedo sentir la “oscura filiación” que los
creadores sienten hacia García Vega, Arcos debió esforzarse más en refutar los
argumentos que ofrezco sobre Los años de
Orígenes. Sobre mi señalamiento de que García Vega escamotea la diferencia
radical entre el origenismo y autores de la órbita de Lunes de Revolución como Piñera, Sarduy y Padilla, Arcos escribe:
es “una problemática en la que no puedo detenerme aquí aunque, hasta cierto
punto, comparta la visión de Díaz”.(p.109) Se pregunta uno por qué en un libro
tan extenso, lleno de profusas citas y larguísimas notas, él no puede detenerse
en ese punto fundamental. Si el objetivo de García Vega con respecto al
origenismo es, como apunta Arcos, “enarcar sus límites”, y él quiere
convencernos de que “dislates aparte”, García Vega “logra su propósito”, debió
refutar mi crítica, pues estos “dislates” no son en modo alguno accesorios.
Para García Vega la que llama la
“generación del areíto verbal”, los escritores y artistas nucleados en Lunes de Revolución, no lograron
realmente superar las limitaciones de que adoleció el origenismo. “La Cobra de
Severo Sarduy, la cantante de Guillermo Cabrera Infante, los músicos
sorprendidos por Sabá en P.M., se
extendieron hasta lo expresionista, pero giraban en el vacío. Es que la ternura
se había quedado afuera”. (p.255) Es ahí donde me parece que su crítica del
origenismo, aunque aparentemente radical, no lo es tanto: al final resulta que
todos, o no superan el límite del origenismo, o, como Sarduy, son su
continuación. Lo que hace García Vega es justamente lo contrario de “enarcar
los límites” del origenismo; extender el ‘mal origenista’ a todo el mundo: para
García Vega nadie logra “superar la forma”, pero él nunca explica qué diablos
significa “superar la forma”.
Señalar esto no es ser un sociólogo, un
racionalista o un historiador; es, sencillamente, reivindicar la singularidad
del texto de Sarduy o Piñera, no ya sus ideas. ¿No están “Vida de Flora” o La isla en peso más allá de la polis
origenista, por no hablar de Tres tristes
tigres o De donde son los cantantes?
De mi lectura del ensayo de García Vega afirma Arcos que “es como si en el
fondo le molestara esa clarividencia, imprecisiones halladas aparte”(p.108). Lo
que me molesta, por el contrario, es la ceguera de García Vega, en Los años de Orígenes y en su ensayo “La
carne de los héroes o en mi jardín pasta René”, publicado en la revista Escandalar en 1982, la injusticia para
con otros “poderosos creadores” como son Piñera, Padilla y Sarduy.
“Siente la ironía de García Vega, en su
juicio sobre Mañach, intelectual con el que Díaz tiene una mayor afinidad”
(p.108), afirma Arcos, como si yo estuviera reaccionando sobre todo a la
crítica de los “bombines de mármol”, en defensa de esa línea de críticos
insensibles hacia el misterio de la creación, los “pesados profesores” y
“pasivos archiveros” que decía Lezama. Pero aquí de nuevo el autor de Kaleidoscopio escamotea: Límites del origenismo constituye una
reivindicación de esos otros autores que son también “creadores”, Piñera sobre
todo, a quien dedico todo un capítulo. No reconocer que estos constituyen algo
distinto al origenismo no es una “imprecisión” de García Vega; es una
injusticia.
Mi crítica de “La opereta cubana en Julián
del Casal” no se limita a reprocharle a García Vega que no “valore
discursivamente las calidades de Casal” (p.112); va a su centro mismo. Arcos
rechaza mi idea de que el antinacionalismo de García Vega encubre un
nacionalismo, argumento que, sostiene él, lo mismo sería válido para cualquier
“reverso”: La isla en peso, por
ejemplo. Aquí tergiversa de nuevo el sentido de mi crítica. Lo que yo señalo no
es que la crítica de García Vega sea “incompleta”; es que comprenda como
características cubanas rasgos que evidentemente no lo son: el hecho de firmar
con seudónimo de “Conde”, donde García Vega quiere ver una expresión de la
nostalgia cubana por la grandeza perdida, es bastante común entre los
escritores modernistas –el mexicano Ramón Gutiérrez Nájera: el Duque Job; el
peruano Abraham Valdelomar: Conde de Lemos; incluso, el uruguayo Isidore
Ducasse: Conde de Lautréamont. Otro tanto ocurre con el rechazo del campo; ese
“impuro amor de las ciudades”, para decirlo con el memorable verso de Casal,
caracteriza a parnasianos y decadentes, en Cuba y donde quiera que llegó el
influjo de Baudelaire. En lo que García Vega llama “secos prejuicios al tocar
el paisaje” no hay nada propiamente cubano. De hecho, hay muchos autores
cubanos que se acercaron al campo: Luis Felipe Rodríguez, Eugenio Florit,
Carlos Enríquez, Onelio Jorge Cardoso, Samuel Feijóo… Pero claro, a ninguno de
ellos García Vega le reconoce nada; reléase el artículo suyo contra Carlos
Enríquez en El Nuevo Herald en
febrero de 2007, que no es precisamente un modelo de cortesía.
Arcos podría replicarme que poco importa
que haya o no razón en los juicios de García Vega sobre Casal. ¿La hay en la
teoría de las eras imaginarias? Yo le respondería que hay una diferencia: los
ensayos de Lezama son poéticos, mitopoéticos; este ensayo de García Vega, tan
influido por lecturas de Sartre, es un ensayo fundamentalmente crítico, que
emprende un trabajo no ya de mitificación sino de ilustración. No se trata de
acercarse al misterio de la poesía, sino, en el sentido moderno de la crítica,
de echar luz sobre los oscurantismos, de exorcizar “fantasmas”, revelando la
“deleznable mitificación con que él [Casal] encubre a su circunstancia” (p.54),
borrando de una buena vez esos “restos de un pasado oprobioso y lamentable” que
para García Vega hay que saber, “con la iluminación con que hemos podido
reconocerlas con motivo de este Centenario, alejarlas también de nuestro
vivir.”
En varios pasajes de ese ensayo de 1963
queda claro que la “iluminación”, ese abrir los ojos a una verdad que
anteriormente estaba velada, la “grieta” que se ha abierto, no es otra que la
revolución de 1959. Eran los años en que el gobierno preconizaba “más ruralidad
y menos urbanidad”, y García Vega lamentaba en Casal su “despego de nuestros
campos, aparente afiebramiento por una ciudad copiada de los folletines
parisienses”.(p.57), algo que bien pudo haber escrito José Antonio Portuondo en
su polémica con Ambrosio Fornet. También la afirmación de la necesidad de
conquistar la “cristiana dignidad de la pobreza” se corresponde con el
imaginario de la revolución en los años que siguieron a 1959, ese costado
franciscano que Carlos Franqui le señalaba al periodista francés Claude Julien
(“Nuestra revolución tiene algo de pistolera y algo de franciscana”), y que el
acercamiento inicial del ICAIC al neorrealismo italiano refleja muy bien.
Asimismo, la visión absolutamente negativa
de la República que ofrece García Vega, no ya en su ensayo de 1963 sino en el
libro de 1978, es bastante consonante con el discurso revolucionario. Para el
autor de Los años de Orígenes, todo
era “ceniza”, no había nada rescatable. Es cierto que esto reproduce la
crítica, justa en su momento, de los editoriales de Orígenes a la corrupción
política y la desidia de la cultura oficial, pero lo hace a la altura de
finales de los setenta, cuando la terrible experiencia del castrismo podía
haber modificado la mirada sobre aquella República que no era, ciertamente, el
paraíso que decía Lydia Cabrera, pero tampoco el desierto que pinta García
Vega. En algunas de sus cartas de los setenta el propio Lezama añora aquellos
tiempos; García Vega insiste sin embargo, ya en el exilio, en desconocer toda
solución de continuidad entre el clima opresivo de la República y la dictadura.
Para el autor de Los años de Orígenes,
lo horrible no es tanto el castrismo como Cuba misma, una tradición cubana que
el castrismo, si no consuma, tampoco interrumpe.
El juicio de García Vega sobre la
República se replica en su rotunda afirmación de la “carencia de tradición
intelectual que siempre padeció nuestro país” (89). Él recuerda que ningún
origenista, cuando envió sus libros de poemas a Regino Boti, tuvo acuse de
recibo, y en esa falta de reconocimiento encuentra, de nuevo, algo
específicamente cubano, que contrasta con el caso de México, donde los
escritores establecidos sí eran amables y generosos con los autores noveles. Así,
si el ridículo Casal que nos presenta García Vega no pudo ser la tradición,
Boti y Poveda tampoco pudieron. Pero es que Luis Felipe “no pudo ser la tradición”. Pero es que Miguel de Carrión y Carlos
Loveira tampoco pudieron. Pero es que “La
revista de avance, con su respetable vanguardismo, y su desigual calidad, no llegó a encarnar en la realidad
histórica del país” (p.90) Pero es que tampoco los pintores: “Recordemos la
bohemia de Ponce y Víctor Manuel, así como el caso del pintor Carlos Enríquez.
Pero estos pequeños grupos, pintorescos y exóticos, no chocaron del todo con el áspero tapujo de su circunstancia.”
(123) (énfasis mío)
Esta acumulación de noes y de peros
desemboca en una de las grandes falacias de Los años de Orígenes: hablar de “la pobre, y escasa, tradición
cultural cubana” (300). De hecho, una obra como esta de García Vega es
impensable en un país con una tradición pobre o escasa; ¿en qué otro país
caribeño o centroamericano se ha producido un libro semejante? Aunque dice una
y otra vez que no hubo tradición en Cuba y que la República no fue más que una
factoría, Los años de Orígenes es
una prueba fehaciente de lo contrario. Arcos, acaso, me concederá que sí, que
en estos reparos llevo razón, pero que se trata de la obra de un delirante, de
esa “fatalidad” de la creación que no alcanzo a comprender. Le replicaría yo
que este delirio de García Vega es demasiado calculado, este loco demasiado
cuerdo, su delirio, más que una fatalidad, podría ser un truco para pasar gato
por liebre: García Vega reconoce, sí, que Orígenes fue un grupo “pequeño
burgués y reaccionario”, pero acto seguido intenta demostrar que no había más
opción que ese grupo, lo cual es falso, pues en los cuarenta había grupos de
izquierda, hubo un Labrador Ruiz, hubo un Novás Calvo, no era la revista Orígenes el único espacio donde un joven
escritor podía desarrollar su vocación. Quien tiene verdadera “voluntad de
marginalidad” no necesita, además, integrarse en ningún grupo.
Otro tanto ocurre con la “nostalgia de la antigua grandeza perdida” (p.124).
García Vega extrapola la experiencia de su familia y de su cenáculo a toda la
tradición nacional: así como todo es Orígenes, todo es folletín de lo venido a
menos. Sorprendentemente, Arcos afirma, a propósito de la refutación de García
Marruz en La familia de Orígenes
(“No, Lorenzo, el verdadero tema de Orígenes no fue la grandeza perdida sino la
pobreza irradiante”), que “García Vega no arguye que ese tópico sea el
centro o el tema fundamental de Orígenes sino simplemente que es un síntoma que
padeció, como antes Casal” (p.124) Esta afirmación suya es completamente infiel
al espíritu y la letra de Los años de
Orígenes; pues si Casal no fue, según García Vega, más que una señalada
instancia de “ese capítulo borroso que, al arruinarse, han personificado todas
las familias burguesas cubanas, y donde el recuerdo de su antiguo esplendor
económico iba tomando la piel de toda una aristocracia mohosa de fantasmones
desvencijados” (p.40), y al mismo tiempo “Casal fue el ídolo del preciosismo
origenista” (p.105), es evidente que para García Vega radica ahí, en la
cuestión de la ruina familiar, el meollo de Orígenes. Sobran los pasajes
del libro que así lo demuestran.
(Persistencia del origenismo. La Habana Elegante, segunda época,
2013)
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