Aquellas
reuniones se convirtieron en un farragoso monólogo del Comandante, que aunque
trataba de mostrarse distendido, no lograba disimular su disgusto por tener que
dedicar su tiempo a disciplinar a molestos escritores y artistas, que con sus
majaderías, no acababan de acatar las órdenes de los comisarios
aferradamente estalinistas del Partido Socialista Popular (PSP) en
metamorfosis.
Así que para no demorarse en algo que ya duraba demasiado, con la pistola
sobre la mesa y Alfredo Guevara a su vera, el Máximo Líder, impuso sin
cortapisas las reglas del juego: “Dentro de la revolución, todo; fuera de la
revolución, nada.”
Los asistentes, fascinados algunos pocos, desprevenidos o atemorizados
los más, solo atinaron a aplaudir las palabras del Jefe. Y todavía la cultura
cubana está pagando las consecuencias.
El Comandante fue lo suficientemente ambiguo para no precisar el límite
exacto entre lo que estaba dentro o fuera de la revolución. Los comisarios se
encargarían celosamente de delimitar la frontera en cada caso particular, con
grueso creyón de censores y siempre con amplio margen a favor de la paranoia
del Jefe o de cualquiera de sus muchos jefecillos, más o menos severos y
cultos: Alfredo Guevara, Edith García Buchaca, los tenientes Pavón y Quesada,
“Papito” Serguera, Ana Lasalle, Fernando Portuondo, Roberto Fernández
Retamar, Carlos Aldana, Abel Prieto, Iroel Sánchez, Luis Morlote, o la
mismísima Prima Ballerina en Jefe, Alicia Alonso, quien hace solo unos días,
usó sus influencias para impedir la presentación en el Sábado del Libro de las
memorias del bailarín radicado en el exterior Carlos Acosta.
Desde hace varios años, algunos testaferros intelectuales de la dictadura
—intelectuales orgánicos, como suelen ser llamados—, como Abel Prieto, se
afanan por explicar que la ordenanza del Comandante del último sábado de junio
de 1961 no era tan estricta y dejaba bastante campo a la creatividad artística,
ya que según ellos, no era precisamente “fuera de la revolución”, que es
como se recuerda y se cita, sino “contra la revolución”. ¡Como si eso variara
en algo los resultados! ¿Se podía estar “fuera de la revolución” sin ser
considerado un enemigo y tratado como tal?
Más de medio siglo de aberradas “políticas culturales” han generado un
medio intelectual, donde amén de ciertas poses contestatarias que no van más
allá de donde dice peligro y alguna que otra tormenta en un vaso de agua, impera,
como en el resto de la sociedad cubana, el miedo, la hipocresía, la simulación
y el doble discurso.
El difuso límite entre el dentro y el fuera de la revolución ha permitido
al régimen, además de la censura, la proscripción y la condena al ostracismo de
los más rebeldes, su recuperación después de muertos (los casos de Lezama y
Piñera), engatusar a ciertos autores exiliados, y también cooptar para el
sistema, siempre que no se pasen de rosca, a ciertos críticos como los
directores de cine Sara Gómez, Fernando Pérez y Tomás Gutiérrez Alea —a quien
Alfredo Guevara, su principal hostigador, calificó cínicamente, después de
muerto, como “un revolucionario difícil”—, los represaliados del Decenio Gris a
los que les han concedido como muestra de su rehabilitación el Premio
Nacional de Literatura (Lina de Feria, Pablo Armando Fernández, Antón Arrufat,
César López) los tolerados a regañadientes cantautores Pablo Milanés y Carlos
Varela, los escritores Leonardo Padura, Pedro Juan Gutiérrez, etc.
¿Ya no se acordará el muy fiel Miguel Barnet, hoy presidente de la
Unión Nacional de Escritores Artistas Cubanos (UNEAC), cuando la jauría
licantrópica le cayó encima por escribir La
canción de Rachel, en vez de algo como Biografía
de un cimarrón, que fuera útil a la revolución?
Cuando hablan de “las políticas culturales de la revolución” uno no puede
dejar de evocar, entre otras barbaridades, los intentos de implantar el
realismo socialista en el cine y la literatura, el cierre de Lunes de
Revolución y de Ediciones El Puente, el éxodo de los mejores escritores y
artistas, el caso Padilla, los grises años 70, la época en que las
Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) eran las que premiaban los concursos
literarios y los poetas se veían obligados a escribir novelitas policíacas
donde los héroes eran los agentones del Ministerio del Interior (MININT) y los
chivatos de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR)…
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