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Thursday, April 9, 2015

Norge Espinosa vs. Luis Pavón (2)

Su poesía es hoy ilegible e inmencionable, aunque tal vez suene más digna traducida al eslavo, si recordamos que entre sus condecoraciones, Pavón ostentaba la Orden Cirilo y Metodio. Sus artículos en la prensa, una invitación al peor olvido, al tiempo que ejemplares muestras de la intolerancia que primó en nuestra prensa durante un buen tiempo, dejando secuelas que siguen dejándose ver aún hoy, de vez en vez.
   En una antología preparada por Luis Suardíaz, David Chericián y Eduardo López Morales, puede encontrarse su rostro, emparedado entre versos de Roberto Fernández Retamar y José Martínez Matos, en el mismo tomo donde algunas de sus víctimas eran devueltas a la luz como parte de una generación que en realidad no fue nunca tal.
   Recuerdo otra foto suya, en la cual aparece junto a Alfredo Guevara en el entierro de Bola de Nieve, que había fallecido repentinamente en México. Era 1971 y Pavón empezaba a disfrutar de su poder ante el CNC. Funcionario y enterrador, debió haber sentido un alivio profundo ante el cadáver del escandaloso piano man. Uno menos, se habrá dicho, al frente de aquel cortejo literalmente fúnebre.
   Hablé con Luis Pavón Tamayo, según creo recordar, solamente una vez. Por teléfono. Había dictado ya mi conferencia, y con los materiales que la alimentaron, me di cuenta de que tenía que ir aún más profundo en el tema. Un libro, me dije, hay en todo esto, y aún estoy dándole vueltas a esos testimonios de quienes sintieron la grisura de aquella época en carne propia. Quise, sin embargo, escuchar tantas voces como me fuera posible antes de entrar en semejante empresa. Y así como hablé y entrevisté a Ramiro Guerra, Ingrid González, Antón Arrufat, Armando Suárez del Villar, José Milián, Iván Tenorio y muchos otros, me pregunté qué podría contarme Luis Pavón acerca de ese tiempo.
   Procuré su número, lo llamé. Ya le habían advertido. Repitió a través del cable la pantomima que el programa de televisión quiso hacernos creer. Apeló a su vejez, a su enfermedad, para negarse delicadamente a una entrevista. No iba, como sí hizo Julio Dávalos, a revelarme otras aristas del asunto. Acaso, mientras hablábamos, se habrá encogido en su sillón, para simular con mayor credibilidad el papel del anciano mártir. Un viejo pánico, como aquellos que Virgilio Piñera imaginó en una obra que presagiaba el silencio y el terror de sus días finales.
   No hubo pues entrevista. No creo que hubiera sacado mucho de ella. Pero a fuerza de ser justos, sentí que tenía al menos que intentarlo. Desaparecen archivos, se soplan las cenizas, se borran diarios y páginas que otros dictan desde el reverso opaco de los espejos que vieron lo que no quisiéramos tal vez saber, y así se va desmantelando cierto costado de la Historia. Mueren algunos personajes de esta otra obra, y con ellos algún matiz, un claroscuro, un índice de verdad, así sea corrompida, se nos escapa en el empeño de reconstruir las claves de un error. Qué me hubiera revelado ante la noticia que me empuja estas líneas, por ejemplo, el mismísimo Suárez del Villar, desaparecido ya hace casi un año. Para imaginar esa respuesta, seguiré persistiendo en los capítulos de mi libro.
   Murió Luis Pavón, y La Habana lo despide con un golpe de llovizna. A estas alturas, no encuentro en la prensa nacional noticia de su deceso. Me gustará ver si se le recuerda y cómo. De qué manera a una persona que no tenía ya ni peso, ni obra, ni nombre, se le dice adiós. Alguno de sus viejos colegas: esos otros comisarios grises y mal sobrevivientes, midiendo el tiempo que pueda quedarle en este mundo a partir de la desaparición de quien fuera un soldado tan enérgico en el cumplimiento de su fatal misión, tal vez le dedique un instante de silencio. Probablemente menos de un minuto: el tiempo que en la lluvia media entre uno y otro relámpago.

(Luis Pavón Tamayo: Sinfonía en gris menor. Diario de Cuba, mayo 2013)

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