A todo ese conjunto que termina haciendo malos poemas lo
agrupo bajo el concepto de “poesía rosa” o “bobería light”. Y no
creo que sea solo culpa del sistema editorial cubano: ya los libros llegan
siendo malos allí. El problema es más bien de concepción, de definiciones: hay
que abolir la idea romántica de que la poesía debe escribirse con frases y
palabras “bellas”, de que un buen poema es aquel que ha pasado su tiempo en
peluquería. Hay que sacar al poema del salón de belleza y del ambiente
bucólico-pastoril en que se encuentra hoy. Hay que quitarle el bisoñé y
obligarlo a que muestre la calvicie, la alopecia, para que explique qué puede
ser también la mierda de la vida. En una palabra: hay que quitarle al “bardo”
el jabón de las manos, sacarlo del tocador y —de prisa, con extrema urgencia—
llevarlo a empujones al retrete a que ensucie un poco su pulcritud.
No todos son
malos poetas. Todavía quedan autores de valía, arriesgados, insolentes con el
lenguaje y las ficciones del texto. Pero esos, los buenos, no son muchos. Ni
siquiera mayoría. No sé… O no queda nada grande, importante que decir, o lo
poetas cubanos, como descubrió con tristeza Padilla, ya no sueñan.
(…)
¿Apacible? ¡Ni hablar! El campo literario cubano no es
una novela de Shólojov. Al contrario, hay de todo: rapiña, trampas, envidias
sanas y con cianuro, y todo el mundo tratando de repartir entre sus colegas de
equipo el botín. Una especie de Colombia Literaria con su ejército de
liberación, sus fuerzas armadas, y un sinnúmero de bandas paramilitares que
podríamos llamar “autodefensas”. Abundan los intereses de grupo y los generacionales
(pueden darse yuxtapuestos en un mismo colectivo). Ejemplo de lo primero: un
grupo aprovecha la presencia de uno de sus integrantes en el jurado de un
concurso que virtualmente pondría a su ganador como jurado de la siguiente
edición, y ahí van a colarse cada uno de los del piquete como ganadores.
Ejemplo de lo segundo: están los mayores que dicen “Eso no es poesía
(narrativa, etc.)”, “Eso que dices (haces, escribes) no es correcto”, y los
mozalbetes que contestan “¿Ah no? ¡Pues, allá vamos!”, y entonces vienen los
artículos, prólogos, revistas, colecciones G, H, I que parecen editoriales
independientes, antologías… El santo y la hostia, y las subsiguientes
incomodidades de los padres. Y esto ocurre al mismo tiempo que el padrinazgo de
ciertos viejos sobre otros jóvenes. (Lo común para un país con tan poca
superficie y un alto índice demográfico de escritores, donde todos,
irremediablemente, se conocen.)
Hasta aquí bien.
Una fiesta predecible. Pero la cuestión es mucho más profunda. En efecto: los
escritores cubanos no tenemos ética. Ninguna. Como tampoco honestidad,
valentía, arrojo. Se peca de sensacionalismo, de hipocresía, de comedimiento:
nadie arriesga publicando un trabajo en el que explique por qué este o aquel,
ese grupo o este otro son buenos o malos escritores, y prefieren vivirlo en el
comentario de apartamento y pasillo. No existe el debate (escrito, quiero
decir) sobre las diferencias generacionales entre unos y otros, y de las que
tanto se habla en bares, tertulias, librerías… Se publica un artículo o una
nota en una revista o sitio digital, pero nadie pone mayúsculas, señala
nombres, títulos… Ni siquiera en paneles y mesas teóricas: te vas a un panel
sobre “Problemas de la literatura cubana actual”, y Padura habla de sus viajes,
entrevistas, y compromisos de viajes y entrevistas (!?), y del público —el
eminente público lleno de nuestras figuras “notables”— responden con horarios
de lavandería, cocina y demás tareas del hogar, y se piden (ojo: con urgencia)
biografías para músicos. O sea: nadie pone las tildes en su sitio.
Conozco la
opinión de algunos que dicen —y esto me resulta en extremo divertido— que la
Institución ha aupado a este o a aquel fulano y le está haciendo daño, pero no
publican un trabajo explicando cómo destruye la intervención “premeditada” de
la Institución en estos asuntos.
En resumen, un
diálogo de sordos.
Eso sí: mucho
chisme y pocas ideas teóricas.
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