La práctica compilatoria
proviene, en mi opinión, también de Kozer. En la obra de José Kozer aparece un
muestrario de curiosidades del cubano oral que el bardo rescata y recicla: los
lugares comunes de la lengua muerta se reorganizan en una especie de ladino.
Debido a las conexiones entre las poéticas del autor y del comentarista,
comenzaré —contra mi costumbre— por
examinar el prólogo.
Digamos que Kozer se zumba un preámbulo,
pues la impresión general del texto es de moscardón atrapado bajo una taza.
Allí nada tiene que significar precisamente, sino solo sonar, borbotear, o
—para usar la terminología kozeriana— traquetear.
Tampoco se trata de una incursión en el campo del pensamiento, pues no existe
intención exegética. Las ideas son subproductos de la rutina o de la actividad
intelectual periférica.
Por ejemplo: Kozer equipara, de entrada, lo
“líbrico” y lo “lúbrico”, y sospechamos que el retruécano ha rondado la cabeza
del crítico mucho antes de aparecer en la introducción de Gago Mundo. Es una idea ingeniosa que registra, debidamente,
“cierto rebuscamiento libresco” en el discurso de Pablo de Cuba Soria.
Kozer escribe: “Libricidad conjuga aquí con
cierta lubricidad, esta no es la de los órganos sexuales y los cuerpos
entollados, sino la de la lengua vericuetera”. Aunque no ajena al estilo
kozeriano, esta declaración cae por debajo del horizonte hermenéutico, como el
detrito succionado por alguna aspiradora conceptual. Si pudiéramos observar el
cesto o la papelera donde se acumulan los restos disímiles, veríamos el
mecanismo combinatorio del vacío, que es lo contrario de la interpretación.
Porque es obvio que la lengua de Pablo de Cuba podrá ser muchas cosas, excepto
“vericuetera”.
Creo que no existe entre nosotros actividad
más desacreditada que la crítica —la de poesía, en particular. En el mejor de
los casos, tendremos la suerte de observar la mente del reseñista en el acto de
contemplarse a sí misma. Es lo que sucede en el siguiente párrafo:
“Así, la flecha que surca, avanza
rompiéndose en pedazos, y al igual que el golpe del martillo sobre el yunque,
deja ecos en el oído, en la página escrita; trizas de palabras: y sin que el
flujo de los poemas se detenga, sin que merme el feliz movimiento del verso
hacia su desembocadura, abierto desenlace donde nunca se pone punto final, de
modo que el poema que acaba, acaba para reiniciarse, desde el espacio abierto
de una ausencia (la del punto final) que ya encabalga el texto próximo
(forjándose en lo rizomático)”. (p. 6).
En otros momentos, el prefacio adopta el
tono encrespado, precisamente allí donde el comentarista predice la indignación
de los poetas pueblerinos ante una referencia casual al doctor Mengele:
“Puede salirse de madre, volverse peligrosa
ambigüedad que tal vez sobresalte, incluso indigne a los pacatos y a los
oportunistas desplazados por registros poéticos distintos a los propios, de
modo que la lectura de un libro como éste produzca en muchos estamentos de la
sociedad, y en muchos cenáculos de poetas de la grilla local, una resistencia”.
Pero, lo verdaderamente osado de este poeta
de la “peligrosa ambigüedad”, que se declara de entrada sobrino y deudor del Tío
Ez, es escribir un libro a imagen y semejanza del Mengele romántico que fue
Pound.
Kozer cita la línea del poema “Prenatal” (p.
54) donde aparece el galeno bávaro, que él designa como “lo peor de lo peor”
(“Mengele…/ en tales campos de concentración o recreo/ qué más da”), y acto
seguido se desdice, procediendo a darse golpes de pecho como cualquier otro
poetastro de la grilla: “¿Cómo que qué más da? El sobresalto del lector tiene
que ser grande. ¿Con qué diablos estamos jugando aquí?”.
Ante tal desfachatez, Kozer pone en marcha
una operación relámpago de limpieza estética: “El poeta resuelve airosamente la
situación encabalgando de inmediato los versos siguientes: ‘la preñez de
espalda baja’, de manera que se ha desplazado (con ironía) el centro gravitacional
del eslabonamiento textual, y nos encontramos ante una situación cotidiana y
banal (preñez) que sirve de contrapunto al horror mengeliano”. Y en plan
profiláctico: “Hemos salvado el texto, hemos saneado el ambiente…”. El recurso
prosódico libra a Pablo de Cuba de la imputación de diablura o antisemitismo,
mientras el crítico recurva hacia la más aceitosa de las moralinas.
Puesto al timón del introito, José Kozer
tampoco puede resistir la tentación canónica; provisto de un puñado de páginas
preliminares, procede a engastarlas con lo más granado de la bisutería
antológica: “Este poeta está, por su edad, engastado libremente dentro de una
nueva generación de poetas cubanos (de Rolando Sánchez Mejías o Rogelio
Saunders, Carlos Augusto Alfonso y Carlos Aguilera, por citar unos pocos),
cuyos nombres ya van dando frutos visibles, frutos de espesor más allá de la
trillada y retoricona poesía de la (pucha) experiencia”.
Pero la pucha experiencia contradice de
plano la peculiar taxonomía kozericona,
negándose a echar en un mismo catauro generacional a un poeta nacido en 1959 y
a otro de 1980. En realidad, su lista equivale a un álbum de afinidades
selectivas, otro de los “registros poéticos” que reproducirá más tarde alguno
de los incalculables divanes en los que Kozer aparece acreditado como asesor.
El prólogo concluye con un enorme encomio
que —me atrevo a asegurar— el escritor a quien va dedicado agradecerá menos que
las puyas lanzadas contra plumíferos: “El gago mundo corre como las cristalinas
aguas de un poema de Garcilaso”.
Traficar en talismanes, especular con
metales radiactivos que perdieron el peligro sublime o el misterio
escatológico, con la esperanza de que el frotamiento de trastos inertes saque
chispas a la materia y haga aparecer el genio, ¿no es la práctica que conocemos
hoy como poesía?
Aquella que Heidegger definió como “única
actividad con capacidad de destinar”, reducida ahora a ropavejera de ferias, a
mercachifle de sinécdoques. Solo nos queda acatar el nuevo orden y, armados de
ironía, revolver los estantes repletos de antiguallas en busca del anillo
perdido de Taliesin.
Que la poiesis aparezca en un libro de
poemas nunca estará garantizado. Por ello, sin más preámbulos, digamos que, en Gago Mundo, Pablo de Cuba enuncia el
perfecto abracadabra; digamos que mientras canta, su gaguera es irreprochable.
El truco funciona. El conejo hace mutis por la chistera.
El poeta es un prestidigitador, es un
manipulador. Quien haya visto a José Kozer recitar sus poemas en público entenderá
de lo que hablo: en esos recitales el verbo es mantra y shokeling, los vaivenes remiten a la secreta dinámica de la
escritura. La práctica ha devenido, para Kozer, invención consuetudinaria,
paseo en Mercaba a cada viaje al retrete. Hay una escuela de cábala en la
Diáspora, y en ella el doctor Josef Kozer es gaón y gauleiter.
Existe, ciertamente, afinidad entre las
poéticas de Pablo C y José K, debido a que este último ha fundado una logia y
un discipulado: ahí están los nombres de su lista de Schindler. Un colegio, una
yeshivá donde el rabí se expresa como
un carretonero (“centro gravitacional del eslabonamiento textual”), y donde
concede audiencia, cual hallandalense Stefan George: Kozer creó una claque, y
los poemarios que emergen de su círculo demandan máxima atención.
Pablo de Cuba sabe que si existiera entre
nosotros un libro comparable a los Cantos de Ezra Pound, sería el volumen de
los diez mil poemas del Corpus Kozerense. Esa obra en perpetua construcción
abarca cinco décadas, tres continentes, cada actividad humana, todas las
pasiones y todos los misterios, todas las creencias y las tendencias, todos los
graznidos y las flatulencias, todas las sinalefas y encabalgaduras: todas las palabras.
(Gago mundo. Esperando al demagogo. Hypermedia Magazine, diciembre 2017)
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