La
selección de Luis Pavón (1930) para que hiciera el trabajo sucio no fue casual.
Se escogió para la jefatura del Consejo Nacional de Cultura a una persona que
ni por su cultura ni por una destacada posición política respondía a las
responsabilidades del cargo. Pavón era un menesteroso cultivador de la poesía,
digamos, épica, con un libro perfectamente prescindible, publicado en 1960 (en
1967 publicaría el segundo). Su militancia política se había alimentado en las
filas del Ejército. Pero era un joven flexible que cultivaba el peculiar género
de la ambición que desborda al afanoso. Quizás fuera esta falta de condiciones
lo que favoreciera su nombramiento. El régimen deseaba un ejecutor gris,
alguien fácil de olvidar después del crimen. Ninguna virtud singular permitiría
su perseverancia en la memoria pública. Como en el Ejército debió aprender una
cierta disciplina, estaba dispuesto a obedecer. Tampoco creo que fuera
excesivamente perverso. Su conciencia debió acogerse a la obediencia debida.
Los jerarcas del régimen habían encontrado el rostro, el instrumento desechable
y, como al Golem, lo echaron a andar. En ello, hay que reconocerlo, fue
escrupuloso. Fue la primera vez que lo traicionaron.
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