Un año después, el Congreso de Educación y Cultura
llenó el país de ratas y alimañas. Comenzaba el Quinquenio Gris.
¿Comenzaba? Haré lo humanamente posible para que la cólera no rija mis
recuerdos y me haga calificar con palabras demasiado crudas a los promotores de
aquel auténtico patíbulo de la cultura nacional. No sé si pueda. Verdugos a
sueldo de incapaces y tenientes alcoholizados por los licores de la envidia se
atrevieron a humillar a prestigiosos intelectuales y artistas, sin distinción
de origen ni de nacionalidad, y convirtieron nuestros teatros, galerías y
editoriales en letrinas donde ellos, y sólo ellos, nadaban a gusto como
renacuajos en un mar de babas. Por viles negaron a José Lezama Lima y por viles
acorralaron a Virgilio Piñera, que no estaban fuera del juego sino en el
centro mismo de la literatura universal. Por impotentes, herniados de
intolerancia, persiguieron a los escritores que habían tenido la valentía
crítica, y por tanto amorosa, de publicar libros de pelo en pecho sobre el combate
de Playa Girón o la lucha contra bandidos en el Escambray. Por débiles de
espíritu acosaron a los homosexuales (que se negaron a ser sus amantes porque
eran mucho más hombres y mujeres que ellos), los dejaron sin trabajo y los
desdeñaron ante sus vecinos. Todavía en 1990 varios de esos
funcionarios-gusarapos andaban coleando por oficinas de la administración
pública, venidos a menos, requisados a media, pero pavoneándose de sus
canalladas de antaño, y no faltó alguna que otra cucaracha que los aplaudiera.
(Informe
contra mí mismo. Alfaguara, México, 1998)
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