“Mapa dibujado por un espía” es la asfixiante crónica
de la desilusión, la decadencia de una ciudad y un modo de vida, el miedo, la
simulación, la delación, la degradación,
la inevitable paranoia resultante de no saber quién es quién.
Muchos de los amigos de Cabrera Infante lo
traicionaron después que se exilió,
abjuraron de él. Algunos ya en esa época, en que era poco menos que un
secuestrado, se prestaban, por miedo, por envidia, por celos, por lo que fuera, a vigilarlo y delatarlo. Lamentablemente
muchos de ellos ya no viven, para que al leer este libro recordaran cómo eran
entonces y cómo sus vidas empezaron a transformarse en un infierno, consecuencia inevitable de haber vendido el
alma al Diablo.
Pienso particularmente en el ya fallecido escritor
Lisandro Otero. Uno llega a dudar si el personaje con ese nombre que aparece en
el libro, disfrutando de la playa en Varadero, o en la casa de Carlos Franqui o
cualquier otro de los amigos communes, compartiendo lo que había, lo poco que
iba quedando, y hasta haciendo chistes que los mal pensados podían interpretar
como contrarrevolucionarios, es el mismo que unos años después se ahogaba de
rencor cuando hablaba de Cabrera Infante.
Muchas veces
se le escuchó acusar al autor de “Tres tristes tigres” de plagiar a
Faulkner. Definía la obra de su antiguo amigo como “trozos de historietas,
narraciones truncas, prosa inconclusa sazonada con ejercicios de pastiche,
parodias acrobáticas, laberintos gratuitos, pésima y oscura sintaxis,
supercherías gratuitas, alguna que otra agudeza, comadreos de aldea, bromas
demasiado escuchadas”.
En plan de Sumo Literato, Otero reprochaba a Cabrera
Infante “una acumulación verbosa y
deshumanizada”, que según concluía, “no era verdadera literatura, sino fuegos
de artificio”, y decretaba en vano su “anulación por el desarraigo”.
Hablaba muy mal de Lisandro Otero su encono excesivo
y enfermizo contra su antiguo amigo. No puede uno evitar sentir lástima por
alguien capaz de sentir tanto resentimiento.
Pienso también en Pablo Armando Fernández. No logro
conciliar la actitud del poeta temeroso luego de ser tronado de su puesto
diplomático en Londres, que cuidaba no solo lo que hablaba, sino también el
largo de su pelo y el ancho de las patas
de sus pantalones, porque no quería tener problemas, que refiere Cabrera
Infante, con la del poeta que presume de su amistad con Fidel Castro, quien lo
rehabilitó, dejó que le confirieran el Premio Nacional de Literatura y la
correspondiente pensión en divisa y hasta le celebró su cumpleaños 60 por
mediación de Miguel Barnet, otro bien rehabilitado.
El autor de “Los niños se despiden” ha lamentado no haber
tenido con Fidel Castro “una amistad en el sentido de compartir el tiempo que
para eso se necesita”. Con Cabrera Infante sí tuvo ese tiempo y esa amistad. Y
sin condicionamientos onerosos. Tal vez por eso no se ha sumado a los
detractores. Solo que prudentemente evita hablar de esa vieja amistad.
Suelo tropezarme con Pablo Armando Fernández en sus
habituales caminatas matinales por la
Quinta Avenida de Miramar. Siempre que nos saludamos, tengo que resistir la
tentación de comentarle el tema. Pero no lo hago. No lo haré. Respeto demasiado
a los poetas de verdad. No vale la pena molestarlos con impertinencias.
Supongo que Pablo Armando Fernández, Antón Arrufat y
los demás amigos de Cabrera Infante que estén vivos, cuando lean “Mapa dibujado por un espía”,
sentirán un salto en la conciencia por no haber sido más dignos y mejores. Tal
vez sea tiempo todavía para poner en claro sus cuentas. Al menos con ellos
mismos.
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