Curiosamente, ese orden fue idealizado
en la literatura por escritores sospechosos de herejía, o en pleno ostracismo.
Unos pocas novelas y relatos se encargaron de trasladar el cuerpo engarrotado
del obrero eslavo a su réplica antillana, para creerlo vivo y lleno de
contradicciones. Pero más que la prosa, fue en la poesía donde se detallaron
sus proezas y querellas con mejores efluvios, y nadie hubo de extrañarse de que
al verso regresaran los martillos y surcos, los bueyes y las cosechas. Los
mártires bajaron de sus marcos y se sentaron a la mesa rústica, a degustar el
fortificante gofio de la mañana y las variedades enlatadas de Bulgarkonserv
por las tardes. Curiosamente también, a tres décadas de su eclosión, los pocos
escritores cuyo perfil y comportamiento les hicieron acreedores de la confianza
partidista siguen esperando una mirada restrospectiva. Y es que aún no han sido
reeditados por esa industria de la nostalgia que sí se detiene a exonerar la
obra de quienes obtuvieron, no demasiado tarde en sus vidas, el perdón oficial.
¡Con qué fruición se pronuncian hoy esos nombres, Zhdánov, Pavón, Serguera,
cuya culpabilidad atenúa la de sus amos invisibles, los que aseguran haber
estado entonces mirando para otra parte!
Esa literatura, que se suponía
erradicada con el fin de las conservas y el petróleo, primeramente se mudó a
las ciudades, aferrada al instinto de supervivencia, para luego emigrar y
explorar el mercado mundial, sabiendo que un escenario apocalíptico resultaba
ideal para satisfacer la tradicional curiosidad de occidente. Y es que el
realismo socialista, siempre aceptado por la masa de lectores, prospera en la
facundia que propician las circunstancias, porque parece recontar sin esfuerzo,
copiando el entorno, mostrando la proximidad y la simpleza de los dilemas
cotidianos, haciendo ver al usuario que sus héroes están cerca y respiran el
mismo aire.
Cuando el drama existencial de un
individuo no podía ser otro que su dependencia del colectivo (el gremio, la
comunidad), y sus flaquezas y retos se sabían subsanables, al escritor no le
convenía aventurarse en planos adyacentes que le impidiesen el retorno. Sus
personajes no atravesaban laberintos, ni se perdían en abismos del
inconsciente: se conformaban con el espacio que la lógica y la razón les
asignaban. Pero una vez limitadas las necesidades inmediatas, al ser retirados
los subsidios, los personajes fueron perdiendo docilidad y terminaron
integrándose a la incertidumbre de la nueva atmósfera. Al escritor no le
resultó difícil proseguir el mismo discurso; sólo tuvo que imaginar que su
protagonista, acostumbrado a una ducha tibia y crepuscular, tendría que
aprender a vivir con la turbina rota, de manera permanente. Y ese aprendizaje
le haría sumamente agresivo, le cambiaría el vocabulario y le abriría "the
doors of Perception". En suma, no tendría que cambiar el estilo, sino el paisaje.
¿Qué ha pasado con el realismo
socialista, ahora que todo se torna imprevisible? Si se presta atención, se le
podrá encontrar en la misma retórica elemental, los inagotables paradigmas que
le sustentan y las mansas interrogantes que le hace al medio. Su pobreza
estilística y conceptual ha logrado dar con la máscara perfecta, un adjetivo
que no admite réplicas: "sucio". De modo que lo socialista trocado en
sucio sigue reflejando, con apellido impertinente, la misma escena y los mismos
personajes desde París, La Habana y Miami. ¡Y luego dicen que una turbina rota
no trae beneficios!
(Contra
Gentiles. Ediciones Avondale, 2011)
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