En este ambiente de prodigalidad, las memorias de
Cintio Vitier sorprenden inicialmente por su escualidez. Después uno comprende
que para algunas personas recordar puede ser una faena truculenta. La palabra
amañada es la consecuencia natural del silencio sostenido.
Memorias y
olvidos (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2006) es un
folleto de apenas 47 páginas. Se estructura en 13 escenas, ilustradas con
dibujos de José Luis Fariñas. La edición corre a cargo de Daniel García, que
junto a Rinaldo Acosta constituye uno de los más renombrados editores de la
isla.
De entrada, Vitier adelanta el presupuesto fisiológico de este trabajo: una pérdida creciente de la memoria factual, aunque no, asegura, de la memoria poética. De esa forma, entre corazonadas y lealtades ideológicas, construye un viaje desde la infancia hasta la defensa política de los “los Cinco”, el elogio de Chávez y la sintomatología antinorteamericana. A propósito, no está de más recordar que Vitier nació alguna vez en Key West.
De entrada, Vitier adelanta el presupuesto fisiológico de este trabajo: una pérdida creciente de la memoria factual, aunque no, asegura, de la memoria poética. De esa forma, entre corazonadas y lealtades ideológicas, construye un viaje desde la infancia hasta la defensa política de los “los Cinco”, el elogio de Chávez y la sintomatología antinorteamericana. A propósito, no está de más recordar que Vitier nació alguna vez en Key West.
La estación intermedia es su proceso de formación
intelectual, poco diverso y excesivamente reverente. Más que endeudado, Vitier
parece un prisionero de ciertos influjos: el catolicismo municipal, el roce con
María Zambrano, el dictado de Juan Ramón Jiménez y el tutelaje de Lezama Lima.
Cuenta también, por supuesto, la experiencia del castrismo: un proceso político
que se le apareció como cristianizable después de trabajar varios años en la
Biblioteca Nacional.
La mala influencia que el peor “senequismo” ha
tenido en el pensamiento cubano (totalmente inmune al Emerson de José Martí, al
Kant de José del Perojo e incluso al Marx del Departamento de Orientación
Revolucionaria), se puede constatar en ese (extendido) hábito nacional de
citar, a modo de indigestos moralismos, frases “filosóficas” de Ortega, Juan
Ramón Jiménez y María Zambrano. Cuando en la página 5 Vitier descubre que puede
escudarse en una sentencia, se deshace de inmediato de la responsabilidad de
pensar y glosa acríticamente a la malagueña: “El ser se dice de muchas
maneras”.
Sin embargo, el folleto logra insinuar lo que puede
ser el lado oculto (y seductor) de Vitier: su enrevesada actitud ante las
razas, las clases y el sexo. Si para contextuar la sexualidad de Lezama Lima se
inventó una vez el urgente calificativo de “católico heterodoxo”, para Vitier
todavía tenemos pendiente la etiqueta. Una demonización de su persona puede ser
negativa para el diputado, pero indudablemente enaltecedora para el poeta.
Al vacío mitológico que esa generación consideró
para la historia de Cuba, corresponde el vacío anecdótico de unas paradójicas
biografías que aspiran a la santidad como programa de una pecaminosa soberbia
moral. Después de referir una actitud retraída, digamos que contemplativa ante
la emergencia de lo sexual en su vida, Vitier apunta: “El sexo matancero se
concentraba en un grupito nocturno, en el que no faltaban los pervertidores. La
cosa siguió en el habanero y chinesco Shangai, pero con música siempre mejor
que en el siniestro silencio cinematográfico. Quien no haya pasado por el
infierno que levante la mano. El asunto es salir de él.” Y más adelante:
“Además de mi deslumbrada iniciación poética, tuve la sensación de que el
mundo, con sexo y todo, se enderezaba, era vivible.” (sic).
En otras páginas Vitier reproduce una extensa carta
del poeta exiliado Gastón Baquero. Hay al menos dos propósitos visibles en esa
ofrenda documental: una meditación coral acerca de la esencia de la poesía y un
ansia sincera por refrendar públicamente, aún a tiempo, lo que perece haber
sido una gran amistad.
Protegida por los lemas políticos del momento,
incluso al margen de los mismos, la memoria de Vitier se asoma a oscuridades
que plantean la necesidad de reconsiderar esa pureza humilde que le falsea el
vuelo.
En el momento del servicio político, un poeta puede
llegar a mentir sin traicionar. La traición se comete no cuando el autor
enajena el verso, sino cuando lo entrega como cola o incluso como cabeza de una
causa. Es decir, cuando escribe una cosa como esta: “Fina y yo, por cierto,
como Eliseo y Bella, estábamos, sin conocernos aún, en el mismo teatro
recibiendo las mismas lecciones. Después, leyendo las colaboraciones cubanas de
Juan Ramón, aprenderíamos mucho más: que la poesía pura (en cuanto aspira a la
belleza, que se identifica con la justicia) es inmanente antiimperialista”.
(Las memorias de
Vitier. Blog Penúltimos Días, febrero 2007)
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