En esa carrera
“sin prisa pero sin pausa” para imponer un nuevo modelo económico que alivie
los estragos del caciquismo de Fidel Castro, en Cuba algunos se preguntan si
las transformaciones afectarán de un modo positivo o negativo a las formas de
gestión cultural a las que se han acostumbrado la mayoría de los escritores y
artistas.
Me refiero al
modelo que les ha permitido a muchos vivir, a veces bien, a veces mal, pero
“sin sudarse la frente”, es decir, publicando libros que nadie lee y que no se
venderán jamás; recibiendo premios y distinciones por la obra sumisa de toda la
vida; manipulando concursos; rapiñando dietas de viajes o misiones en
Venezuela; mercadeando, en las oficinas del Ministerio de Cultura,
frecuentes salidas a ferias y eventos en el exterior; siendo el perro faldero
del funcionario que les allana el camino a la corte, e inventándose un
personaje a caballo entre el pícaro y el intelectual de izquierda que dice
haber renunciado al éxito internacional debido a su “compromiso
revolucionario”.
Son muchas las
preguntas que surgen ahora que todos los que han vivido de ―y hasta han lucrado
con― la “rentabilidad” de las falsas lealtades se ven sobre un bote agujereado
en medio de un mar tormentoso.
No obstante,
la necesidad de que absolutamente todo en la isla sea económicamente rentable
ha colocado tanto a los escritores como al gobierno en una encrucijada, al
quebrarse un viejo pacto de lealtad donde el que ostenta el poder político se
aseguraba de alimentar el ego de aquel otro sujeto, molesto, que dominaba la
palabra, todo a cambio de complicidad.
Bajo ese
convenio, los escritores de verdad huyeron, se sumaron a la resistencia interna
o se adaptaron a las circunstancias mientras que, de la mediocridad, nacieron
las hordas de productores de textos sin conflictos que solo habrían de servir
como decorado a ese ilusorio ambiente cultural de conformidad, de mundo dorado,
que parece existir solo en las librerías y en las ferias del libro.
Pero ahora,
cuando el pacto se ha roto y se pide rentabilidad empresarial, ¿continuarán los
escritores cubanos publicando según ese “sistema de cuotas” establecido en las
editoriales y revistas de la isla por el cual el solo hecho de ser miembro de
la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, UNEAC, o fingir obediencia política
te asegura permanecer en los planes editoriales al menos una vez por año?
¿Cuál será
incluso el destino de la UNEAC o del Instituto Cubano del Libro? ¿Quedarán al
descubierto en sus verdaderos papeles de “administradores” del pensamiento?
¿Qué pasará
con los miles de “intelectuales” mediocres, pero fieles, de los cuales el
gobierno deberá desentenderse si no desea continuar manteniendo a una claque
que ya no le resulta útil, mucho menos en una era donde la pantalla táctil de
un tablet o un celular resulta más atractiva que una superficie de áspero papel
en blanco y negro?
El nuevo
discurso oficial, asentado ya no sobre las bases del igualitarismo del
Manifiesto Comunista de Karl Marx sino sobre la balsa de salvamento que
resultan los “Lineamientos económicos” de Marino Murillo, es reiterativo con
respecto a la eliminación total de las gratuidades y bien insistente con la
veloz generalización del proceso de transformación de las entidades estatales
subsidiadas en empresas forzadas a ser rentables para poder continuar
existiendo.
Sin embargo,
todo funciona como una encerrona. Las ordenanzas para ejercer el trabajo por
cuenta propia no permiten la creación de cooperativas editoriales ni aquellas
iniciativas que propicien un ambiente cultural alternativo a ese otro controlado,
supervisado, censurado por el Partido Comunista o la Seguridad del
Estado.
Los
escritores, si desean ser rentables, es decir, si buscan evitar morir de
hambre, se verán obligados, mucho más que antes, a escribir lo que les
pidan que escriban, a atenerse a los márgenes de tolerancia, a fingir mayor
fidelidad o, por el contrario, probar suerte en el extranjero o, simplemente,
cambiar de oficio por alguno mucho más prometedor en la Zona Especial del
Mariel. A fin de cuentas, ya lo ha dicho el “general presidente”, lo primero es
la economía, mientras que el término “cultura”, en el discurso oficial, se ha
divorciado de las utopías para maridarse con lo mercantil. “Cultura económica”,
“cultura de mercado”, “cultura empresarial”, son los binomios de temporada.
“Los
escritores estamos jodidos”, me han dicho varios amigos que aceptan la
incertidumbre de los tiempos. Lograr insertarse en el mercado editorial
internacional es una verdadera proeza para cualquier escritor, sea cubano o no.
El mínimo rango de probabilidades de que algo así suceda acrecienta los miedos
y, analizando las pocas oportunidades de sobrevivir sin sacrificar el oficio de
las letras, el único camino a elegir es continuar con el pacto de
silencio mientras dure el vendaval.
Ese miedo a
estar a la intemperie y por cuenta propia, solo en parte pudiera explicar por
qué, a diferencia de músicos y cineastas, los escritores cubanos evitan la
desobediencia y fingen vivir al margen de la política, sin embargo, pecan
de ingenuos al ignorar que ya su antiguo papel de vasallos no es de utilidad en
un mundo donde el dinero ha desplazado por completo a la palabra. Ahora,
lúcidamente, el gobierno no está dispuesto a invertir dinero y tiempo en
reproducir eso que siempre ha visto como a una casta de mantenidos y desleales
en potencia.
Aunque siempre
bajo el compromiso de no publicar escritores contrarios a la revolución u obras
que pudieran desatar los demonios entre la plebe, las editoriales y demás
instituciones culturales cubanas, que hasta ayer funcionaran bajo una
idea del arte por el arte donde se enmascaraba la determinación oficial del
“arte por la ideología socialista”, ahora se han visto obligadas a rediseñar
sus perfiles y a emprender la carrera por la supervivencia, una eventualidad
que al gobierno le ha venido como anillo al dedo y que le servirá para barrer a
todos los poetas y narradores que nada sustancial aportan a la construcción de
ese raro socialismo financiado con capital del Imperio.
La eliminación
total de los subsidios estatales, la reducción en los planes editoriales, la
disminución de los pagos por derecho de autor, los despidos masivos de
editores, la asunción de estrategias comerciales que las alejan de sus
principios fundacionales y que transforman el elemento editorial, es decir, la
verdadera razón de existir de la empresa, en un asunto secundario, ha sido un
verdadero terremoto para quienes confiaban en que, para la cultura, cualquier
tiempo futuro tendría que ser mejor.
Ahora se trata
de hablar y escribir menos y de trabajar más, es lo que dice el gobierno cubano
que, además, ha sustituido su tradicional “parque” de literatos por un torrente
de ideólogos capaces de proveer al pueblo de esa literatura “revolucionaria”
indispensable para hacer creer que nada se viene abajo: militares con demasiado
tiempo libre y convertidos en historiadores, agentes de la Seguridad del Estado
devenidos novelistas y poetas, historiadores alimentando la epopeya
revolucionaria, hijos de Raúl y Fidel ocupando las imprentas con sus manías y
antojos, todas las Ferias del Libro girando alrededor de ellos, mientras los
escritores asisten al final de los tiempos, a sus propias extinciones,
con la calma de las reses camino al matadero, solo por el miedo a romper
el silencio.
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