Sin embargo,
la expectativa que crea es muy alta, acaso demasiado ambiciosa: nada menos que
puedan confluir las dos tramas: el mundo alto, casi cosmogónico, metafísico,
aristocrático del Libro y el Escritor, con el mundo bajo, melodramático, pícaro
o rufianesco que conforma la otra trama de la novela. Pero, como sí sucede en El nombre de la rosa, por ejemplo, aquí
todo falla; la trama se torna demasiado enfática y hasta previsible, y este
lector, fascinado en un principio, terminó aburrido, y a duras penas, la
lectura de la novela.
Claro que
cuando escribo este duro juicio final, tengo que advertir que lo hago, sobre
todo, motivado por lo grande que fue mi caída como cándido lector. ¿Tratará
también de eso la novela: la derrota de un lector tradicional? Una prosa a
menudo brillante, una desenvoltura ensayística poco común, una capacidad
narrativa casi de estirpe cuántica (por su capacidad para crear una urdimbre
casi microscópica), una atmósfera, a ratos, de indudable raíz poética, un sabio
manejo de la ironía, y un derroche de sabiduría metanarrativa, también a la luz
de una crítica a una tradición canónica, hacen de la lectura de este libro una
experiencia singular.
(El Libro y el Comentarista. Encuentro de
la cultura cubana, No. 47, invierno 2007-2008)
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