Lo cierto es
que, no obstante el distanciamiento de Sarmiento que el mismo Martí traza
en Nuestra América, se desmorona en sus propias palabras (me
refiero, claro, a las de Martí). No se trata de que el binarismo
civilización-barbarie desaparezca en Martí, sino que sufre otros
desplazamientos. Ahora los bárbaros son "los sietemesinos" o
—utilizando una metáfora más eugenésica— los "insectos" que, dice, "le
roen el hueso a la patria que los nutre", y a los que, sin ningún
miramiento, pide "cargar en los barcos".
Sietemesinos,
insectos, traidores, marcan a otro condenado a la exclusión, exclusión que está
en la base misma de la formación de la identidad fuerte: Nuestra
América.
Curiosamente,
y por la proverbial ambigüedad del discurso martiano, ese otro —ese nuevo bárbaro— se
mueve entre las figuras del desertor (el traidor político) y la del sujeto
erótico, deseante y maricón —se sugiere—: "No les alcanza al árbol difícil
el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de
París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol".
Si para
Sarmiento, el hombre civilizado era el hombre de la ciudad, para Martí, éste es
ahora el bárbaro (en realidad, el monstruo, que es la
nueva figura), mientras que el indio, el negro y el campesino (que para
Sarmiento representaban la barbarie) pasan a ser ahora, no el hombre
civilizado, sino el hombre natural. Estamos ante una reorganización
de la oposición, pero no ante su clausura.
Si se quiere
ver mejor lo que quiero decir, sigamos con Nuestra América. Una
pregunta inevitable es la de a quién o a quiénes interpela
el ensayo y con qué propósito. ¿Se dirige al indio "mudo", al negro
"oteado", al campesino "creador"? No, se dirige a las
élites americanas gobernantes y por gobernar. En realidad, Nuestra
América podría leerse como un tratado de buen gobierno. Y el mensaje
para esas élites es claro: o gobiernan bien —que para Martí significa con
conocimiento de las realidades de sus países respectivos— o no podrán evitar
los peligros que acechan.
En lo
exterior, las ambiciones del naciente imperialismo norteamericano (en lo que
sin dudas acertó), y en lo interior, perderán el gobierno a manos de la masa
inculta: "En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los
incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano,
allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es
perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen
bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella".
El discurso de
Martí refleja su ya consabida ambivalencia hacia la modernidad. La preocupación
—en lo interno— cae sobre los "elementos incultos" (¿bárbaros?) que
quedan recluidos en una palabra tan amorfa como eso que nombra: la masa.
Obsérvese que esa masa inculta tiene —oh, coincidencia— los mismos atributos
que les eran conferidos a los "bárbaros", según se tratara de los
negros, los chinos o los indios: perezosa, tímida.
Este miedo a
la multitud, a la masa inculta, está asociado en el discurso martiano al desate
de las fuerzas instintivas: "El pueblo natural, con el empuje del
instinto, arrollaba, ciego del triunfo, los bastones de oro".
En el centro
mismo de Nuestra América hay una paradoja en la que se traban
las nobles intenciones de Martí. Ese «hombre natural» que, afirma, ha vencido
—y debe vencer— a los que llama «letrados artificiales», ¿son acaso el
campesino, el negro y el indio? ¿No es esto, acaso, lo que cabría esperar?
Pero, desde luego, ¿no son también ellos —sobre todo el negro y el indio— esos
que componen la «masa inculta»?
Martí mismo se
encarga de aclarar esto cuando expresa: "El hombre natural es bueno, y
acata y premia la inteligencia superior, mientras esta no se vale de su
sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no
perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de
quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés".
El comentario,
leído con el mayor cuidado, es, sin dudas, inquietante. Ese «hombre natural»
que, supuestamente, ha vencido, no es otro que la «masa inculta» que no
solamente no ha vencido, sino que no debe vencer (es decir, hacerse del poder).
El arte de gobernar bien consiste en no dañar al «hombre natural» y en no
valerse de su sumisión —lo que es todavía más insidioso en un discurso que
pretende marcar la distancia respecto a Sarmiento—.
Otra vez,
Martí invoca el peligro que ello conllevaría: la violencia, la pérdida del orden.
Más aún; no queda claro si esa sumisión es consustancial al «hombre
natural» y de lo que se trata es de no forzarla más allá de lo necesario. Sobre
todo porque aquí el «hombre natural» está presentado en términos de acatamiento
a una "inteligencia superior".
¿Quién dice
que Foucault no nos puede ser útil para leer a Martí? Precisamente, lo que
estamos viendo en Martí es eso mismo que ya había señalado Foucault al
referirse al tipo de intelectual que "decía la verdad a quienes aún no la
veían, y en nombre de aquéllos que no podían decirla", uno que
"encarnaba a la vez la conciencia y la elocuencia".
Según
Foucault, aunque las masas "no tienen necesidad" de estos
intelectuales "para saber", puesto que "saben claramente,
perfectamente, lo saben mucho mejor que ellos", "existe un sistema de
poder, que prohíbe, que invalida [el] discurso y [el] saber" de las masas.
Y agrega: "Los propios intelectuales forman parte de ese sistema de poder,
la idea de que son los agentes de la «conciencia» y del discurso pertenece a
ese sistema" ("Los intelectuales y el poder", en Estrategias
de poder. Barcelona: Paidós, 1999, p. 107).
La noción de
una «masa inculta» que debe acatar los dictados de una «inteligencia superior»
recircula, reactualiza la función civilizadora de las élites ilustradas, desde
y a las que habla Nuestra América. Por esto, considero
imprescindible insistir en eso que, de alguna manera, he sugerido al
abordar Nuestra América. Al postular la necesidad de una
"inteligencia superior", entrenada en el conocimiento de lo
autóctono, del «hombre natural» como condición sine qua non para que esa misma
inteligencia mantenga el poder, Martí nos fuerza a confrontar eso que está en
el centro de las reflexiones de Foucault: la relación conocimiento-poder.
Hay un
indudable —y bien importante— discurso emancipador en el ensayo martiano que
comentamos, que no puede ser ni obviado ni negado. Pero ese discurso se refiere
específicamente a las relaciones de América Latina con lo que, sin dudas, ya
representaba una amenaza mayor: los deseos expansionistas de Estados Unidos. Es
cierto que hay una mirada solidaria hacia el indio, el negro, el campesino,
justamente aquellas figuras que Sarmiento había despreciado. Pero no debe
olvidarse que indio, negro y campesino son objetos y no sujetos en
este discurso. Después de todo, hay que ver cómo aparecen indio, negro y
campesino en Nuestra América.
Significativamente,
como ya vimos, el indio aparece "mudo" y el negro "oteado",
a diferencia del campesino, que es a quien se llama "el creador". Con
todo el avance que, respecto a Sarmiento, se observa en Martí, todavía su
discurso se resiente de paternalismo. Nuestra América es un
ejemplo de cómo el discurso de la liberación y anticolonialista no es, por lo
general, consciente de sus propias contradicciones, de que lo que busca negar o
exorcizar ya lo habita de algún modo.
Encontrar,
traer a la luz —enfatizar incluso— esas contradicciones no significa o implica
descalificar como un todo esa mirada, sino estar vigilantes para —hasta donde
esto sea humanamente posible— sorprender a tiempo en nosotros, y salirle al
paso, nuestro propio autoritarismo.
En un poema
titulado "Paráfrasis sencilla", que precisamente parafrasea unos bien
conocidos Versos Sencillos, de Martí, Ángel Escobar escribió:
"Yo pienso, cuando me aterro, / como un Escobar sencillo, / en aquel
blanco cuchillo / que me matará: soy negro. / Rojo, como en el desierto, /
salió el sol al horizonte: / y alumbró a Escobar, ya muerto, / colgado,
ausencia del monte. / Un niño me vio: tembló / de pasión por los que gimen: /
y, ante mi muerte, juró / lavar con su vida el crimen".
El poema da
cuenta, no sólo de la solidaridad, sino también del compromiso que el niño
Martí contrajo con el negro ahorcado. Pero Escobar ve su cuerpo negro
ninguneado —colgado, ausencia del monte— aun después que se cierra la escritura
martiana y ocurre la inmolación en Dos Ríos. Nos habla desde la certeza de que
nada puede salvar su carne negra del cuchillo blanco.
Ni Martí, ni
la revolución cubana, ni la Cuba del día o de la semana siguiente, convencen al
poeta de que "cubano es más que negro, más que mulato, más que
blanco". Quizá porque estaba imbuido de esa sospecha radical con que,
pienso, debemos escuchar o leer a los Mesías.
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