Se trataba de una
loca de aspecto hórrido fruto de una extraña hibridez, mezcla de india, china,
negra y española. Pero esa mescolanza no había culminado en un producto
terminado, en un chino aterciopelado, en un mulato batoso, en un jabao de
labios sensuales, en un negro de monumentales dotes... Nada de eso, querida,
aquella loca –por alguna parte la habrás visto, aunque eres bruta, pues ella se
promueve más que una estrella de cine– tenía la configuración de un sapo
asustado o de un pingüino de vientre prominente. Era, como todo ser mediocre,
vanidoso y estaba poseído por un orgullo que a ciencia cierta ni él mismo sabía
cuál era la causa, pues en él (o en ella, como prefieras) no había ni talento,
ni gracia, ni belleza, sino (resumamos) todo lo contrario: su cuerpo era
redondo y achatado en los polos y su cabeza era como una fruta cósmica abollada
por el golpeteo de los aerolitos. Todo en él (recontrarresumamos) tenía la
apariencia de un sijú condenado a mil años de insomnio.
Dada su cuádruple
condición de nativo jibareño, estaba atado a su terruño, de donde todo el
mundo, al ver aquel fenómeno, había salido huyendo (en el pueblo sólo hay una
hilandería abandonada propiedad de H.P. Lovecraft) y por lo mismo él (o ella)
quería desprenderse de aquel origen que consideraba un estigma y hacerse un
personaje mundano y cosmopolita. Por último, las melopeas que entonaba
públicamente a favor de Fifo y los informes secretos contra Fifo que
suministraba a la embajada china, más los contrainformes que mandaba sobre
aquellos informes a la embajada de Chile, le permitieron establecerse en
Londres, tal vez con la esperanza de que la niebla ocultase su repugnante
presencia. Allí este escriba costumbrista en tono menor se casó con un mulato
rumbero de gran peluca erizada que se disfrazaba de travesti durante la vida
social y de este modo fungía como esposa del escritor. Desde luego este
escritor, como todos los escritores cubanos de su generación, era
extremadamente cobarde y como no había tenido el coraje de acompañar a Fifo en
su campaña montañosa ya remota, vivía sólo para adorarlo. Ella (o él), como
todos los escritores de su generación, lo imitaban y secretamente tenían
fantasías eróticas con el gran jefe. Así, por ejemplo, H. Puntilla estaba
fascinado porque una vez Fifo le había dado una bofetada. La Inmunda Desnoes
decía haber quedado “traspasada” por el verbo revolucionario de Fifo, y la
Jibaroinglesa recordaba con meloso encanto la forma de caminar de Fifo.
Atraviesa de dos pasos todo un salón, comentaba arrobada mientras sus ojos
miopes se inundaban de temblorosas lagañas.
Desde luego que Fifo
estaba informado (como lo estaba de casi todo) de la descocada pasión de la
Jibaroinglesa por su persona.
Por eso, luego de
mantenerlo en el olvido por unos treinta años, permitió que aquel amasijo de
razas inconclusas se enrolase en la comitiva oficial que el Gobierno de la Gran
Bretaña enviaría a su palacio en conmemoración del cincuenta aniversario de su
revolución triunfante y boyante. La comitiva la presidía, como ya lo dijimos (o
no), la princesa Dinorah desnuda; detrás venían grandes damas de la corte,
embajadores, ministros, marquesas, maquillistas, chulos, jefes de protocolo y
todo lo que puede moverse alrededor de una puta en gloria. Aún más atrás y casi
ciego, apoyándose en el brazo de su marido travestido, venía la Jibaroinglesa.
Traía en su deteriorada memoria un chistecito con el cual pensaba hacer reír al
comandante. Pero cuando él (o ella) y su fiel bastón iban a trasponer la
puerta, la misma se cerró con violencia dejándola afuera junto (¿pero ya no lo
dijimos?) con unos fotógrafos. En medio de la confusión y el estruendo,
mientras era fatídicamente fotografiada, la Jibaroinglesa perdió los
espejuelos. Ciega y desesperada, se quedó aferrada a su bastón travestido en
espera de que la dejasen entrar. Pero eso nunca ocurrió. Cada vez que una
comitiva retrasada era recibida, imponentes porteros alejaban a patadas a la
Jibaroinglesa. Esas patadas tenía que dármelas el propio Fifo y no sus
subalternos. Se quejaba la Jibaroinglesa y agregaba: Aquí me quedaré toda la
vida. A Fifo no le gusta la literatura de vodevil, le gritaba desde dentro la
Paula Amanda, alias Luisa Fernanda, mintiendo, pues a Fifo en realidad no le
gustaba ningún tipo de literatura, salvo la que él mismo hacía.
El dolor que sintió
la Jibaroinglesa minó su cuerpo horripilante. Allí mismo le dieron varios
infartos y cayó presa de una suerte de locura senil que le hacía decir todo
tipo de disparates. Temiendo por su vida, el travestido la arrastró hasta el
grupo de los despechados que esperaban a un costado del palacio a que se les
reconociese como invitados oficiales. Pero considerándose superior a todos los
despechados, no firmó ningún documento de protesta.
(El color del verano.
Tusquets, 1999)
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