Sin embargo, en esa red de analogías ideológico-estéticas y de afinidades electivas que con casi total acierto Rojas traza entre los escritores y las ciudades –con sus respectivas corrientes y personalidades artísticas paradigmáticas– que los “acogieron” en su destino de exiliados, encuentro un desliz crítico-factual: afirmar (o cuanto menos entrever) que España fue decisiva en la consolidación del ideario vanguardista de Lorenzo García Vega resulta errado. Por demás, se trata de una pifia que Rojas enmienda de cierto modo, corrección que acentúa/enfatiza el descuido, en el capítulo “Formas de lo siniestro cubano”, dedicado al autor de Los años de Orígenes, y donde examina con juicio mejor fundamentado el espacio geográfico-cultural que fue más determinante en la gran obra tardía de Vega: la contracultura neoyorkina de los 70. De hecho, Lorenzo García Vega salió de Cuba rumbo a Madrid en noviembre de 1968, para luego, casi de inmediato, emprender su “definitivo” exilio norteamericano, a inicios de 1970; es decir, García Vega apenas fue partícipe de la vida cultural española de la época. Incluso, el ambiente político de entonces en Madrid le fue en buena medida hostil y adverso, llegando incluso a experimentarlo como una extensión del izquierdismo castrista. Una entrada –entre tantas que podría citar– de sus diarios Rostros del reverso (1977), pertenecientes a finales de 1968, así lo demuestra: “Conozco a Buero Vallejo y éste me dice: –Un consejo le doy, es que proceda usted con mucha cautela, al emitir juicios sobre la situación de sus país. No se ve bien, aquí en España, entre el mundillo intelectual, cualquier opinión contra el sistema político imperante en Cuba.”
Además, si hay entre los escritores estudiados por Rojas uno de filiación netamente vanguardista-experimental, inclusive con una fuerte presencia en sus primeros libros de las vanguardias clásicas francesas y latinoamericanas de las primeras décadas del XX, sobre todo el surrealismo y el cubismo, los cuales operan en las estructuras y formas mismas de sus poemas y escritura en general, ese es Lorenzo García Vega. La voluntad vanguardista en el autor de El oficio de perder, podríamos usar aquí una hipérbole, le viene de la cuna, desde el inicio de sus andanzas escriturales, de sus iniciales años “lezamianos” en los que soñó unos pasmosos arlequines.
En otro nivel, la definición de vanguardia a la que Rojas se subscribe, y desde la que parte para catalogar y pensar a escritores que responderían a dicho axioma, adolece justamente de indefinición. Y he ahí mi segundo reparo, éste de mucho mayor peso que el primero: si para Rojas el carácter vanguardista está dado por la paradoja de que son escritores que tuvieron que emigrar de un contexto “revolucionario-vanguardista”, para poder insertarse en las tendencias de vanguardia artística de aquel momento, es decir, que Tejera, Casey, Kozer, Sarduy, García Vega y Campos encontraron su razón de ser vanguardistas en el exilio, y a contrapelo de la vanguardia política que para muchos significó la “Revolución” cubana, entonces, ¿por qué Antón Arrufat figura entre los elegidos? El argumento de “exiliado interior” me parece insuficiente, en la medida que el autor de Los siete contra Tebas padeció censura y ostracismo debido a una política cultural de Estado durante el llamado quinquenio gris (o decenio negro, para ser más exactos), y no por elección propia –de facto, luego de su rehabilitación, Arrufat ha participado en la cultura oficial cubana–, que sería lo que justificaría la idea de Rojas. Por consiguiente, si seguimos la lógica falaz de “exiliado interior”, cabrían en esa categoría escritores como Rafael Alcides, César López, Reynaldo González o Lina de Feria, por sólo citar algunos.
Incluso, extendiendo un poco la idea anterior, el argumento de que “el vínculo que la poética de Arrufat ha desarrollado con Virgilio Piñera es muy parecido al que Sarduy desarrolló con Lezama” da lugar a un equívoco. Sarduy leyó, se apropió de Lezama para erigir al autor de Paradiso en una de las columnas teóricas y conceptuales de su poética. Es más, la lectura sarduyana de la obra lezamiana está presente (es visible) en las formas y estructuras mismas que sostienen la escritura del autor de Cobra. La de Sarduy fue una asimilación y “mala lectura” textuales. Sarduy estructuralizó (Tel Quel de por medio) y neobarroquizó (Kepler de por medio) a Lezama. En el caso de Arrufat, más allá de la amistad y de la relación discípulo-maestro a un nivel afectivo, no hay apenas marcas formales –sí temáticas, aunque tampoco demasiadas– de la impronta virgiliana en la obra de Arrufat. El afán teórico-experimental de Sarduy, típico de un espíritu vanguardista, está posicionados en las antípodas de las expresiones de Arrufat, Casey e incluso de Julieta Campos.
Al mismo tiempo, “ser vanguardista” entraña inexorablemente una actitud de ruptura de las formas literarias, un quiebre de las estructuras heredadas, una puesta en crisis del nivel compositivo (tanto o más que del nivel ideotemático) de la escritura. Ideal transformador, hasta para aquellos vanguardistas –Tzara, Marinetti, Ball, Breton– que pretendieron superar la dicotomía arte-vida, que iniciaba en y con la Letra. Hasta los manifiestos de las vanguardias fueron, en primerísimo lugar, proclamas cuyas pretensiones artísticas e ideológicas principiaban en la escritura; es decir, al exterior del texto (llámesele historia, capitalismo, burguesía o vida) se le declaró la guerra desde el texto. Ya lo escribieron Breton y Eluard en La inmaculada concepción (1930): “Todo está anunciado, todo está previsto, todo está inscrito por la Letra.”
El estudioso francés Antoine Compagnon señaló en Las cinco paradojas de la modernidad que “si el arte de vanguardia lo fue por sus temas antes de 1848, el posterior a 1870 [y que alcanza los años ochenta del siglo XX] lo será por sus formas”. Y la obra de Arrufat es en su totalidad ajena a cualquier quiebre o ruptura, ya que descansa en una intelección tradicional de lo literario. Pero no sólo la de Arrufat, también la de Casey es una propuesta literaria de corte tradicional, desprovista de cualquier ápice vanguardista, desde el punto de vista que se la piense. La prueba de que Mark Twain, como bien afirma Rojas, sea una presencia “entrañable” en las ficciones de Casey, no le otorga en lo absoluto carácter vanguardista a su obra; así como tampoco el tratamiento del eros y el tánatos, muy distante, por ejemplo, del de un pensador de la contracultura como Norman O. Brown, quien sí resultó importante en el imaginario vanguardista-psicoanalítico de Lorenzo García Vega.
En La vanguardia peregrina echo en falta un mayor detenimiento en el análisis de lo mecánico-estructural –o llamémoslo simplemente análisis crítico-literario– de las escrituras escogidas, indagación que sopesaría mejor el carácter vanguardista de los escritores analizados. Y aunque por lo claro no es objetivo de Rojas analizar estilística y formalmente los textos de estos escritores, el hecho de asociar vanguardia con experimentación exige precisar sobre qué fundamentos estilístico-compositivos descansa dicho experimentalismo; es decir, mostrar cómo se produce y actúa esa energía vanguardista en la estructura interna de las obras. El hambre de “lo nuevo”, idea acuñada por Adorno para definir el espíritu de las vanguardias –entendidas éstas como el estado terminal del modernism que inició con Poe y Baudelaire–, siempre comenzó, repito, expresándose en el texto.
(La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio de Rafael Rojas. Crítica, agosto 2014)
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