Antón Arrufat recibió la buena nueva de que su novelanga La fiesta del aguanoches estaba entre las finalistas del Premio Rómulo Gallegos y, no más supo la noticia, llamó a la oficina del Ministro de Cultura para chivatearse a sí mismo como premiado.
Con ojo puesto en el discurso de aceptación del premio se disparó cuatro novelas de Rómulo Gallegos. Y al terminar con la obra del venezolano repasó la fundación de Roma (por Rómulo) y la inmigración española a Cuba (por Gallegos).
Una semana después pasaban cuchilla en el concurso y su novela continuaba en pie.
Quienes seguían el acontecimiento se dividían en dos bandos: los que creían que Arrufat aparecía de primero en la lista por las calidades de su obra en cuestión, y los que lo achacaban a simple orden alfabético. Con una u otra razón, lo cierto es que el cubano tenía el cheque en la punta de los dedos, la cita de Gallegos en la punta de la lengua, los nervios de punta.
Y le arrebataron el galardón (más el llorado chequendengue) para dárselo al colombiano Fernando Vallejo. Por lo cual Arrufat malició que el jurado lo castigaba por vivir dentro de Cuba y por haber firmado carta oficial en la que intelectuales de la isla pedían a intelectuales extranjeros la misma complicidad mantenida hasta entonces.
El compañero Arrufat llamó a la oficina del ministro para chivatear la antinoticia, echó un llantén acerca del monto perdido por su puro patriotismo y desde el papel de víctima creyó asegurarse a perpetuidad su estipendio mensual de Premio Nacional de Literatura y avanzar algo en las gestiones para hacerse de una casita en el Vedado.
Poco después de embolsillarse los cien mil guayacanes americanos (y una medalla de oro), Fernando Vallejo confesó en rueda de prensa en Caracas: “Hace más de veinte años que no leo literatura. Si lo mío es lo bueno pues esto se jodió, cómo estarán los otros”. Y donó toda la plata a una sociedad protectora de perros callejeros en Colombia.
(La lengua suelta # 11, La Habana Elegante, segunda época)
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