Ya luego, en las páginas y
casos que siguen, esta noción de vanguardia se desdibuja un poco. Corresponde,
en efecto, a las escrituras de Sarduy y García Vega, y a una zona de la poesía
de José Kozer, pero sirve menos para caracterizar las obras de Calvert Casey
(¿basta insistir en la muerte y el sexo para ser vanguardista?) o Julieta
Campos, cuya inicial fascinación por el noveau
roman dejó paso a otra prosa más clásica e integradora.
Más que ajustarse fielmente a los términos
del guión inicial, los casos analizados por Rojas exhiben contrapuntos
variables de esos rasgos (vanguardia, exilio, tradición), hasta el punto de
incluir en su análisis a un escritor no exiliado —ni vanguardista—, Antón
Arrufat, que aquí aparece no sólo como depositario de méritos congénitos
(heredero de Piñera como Sarduy se declarase de Lezama; fundador de una “prole
de Virgilio” donde se cuestiona la tradición) sino como una suerte de héroe
secreto de su generación.
Ese recuento de “la prole de Virgilio” es el
momento más flojo del volumen: está pintado con brocha gorda. La historia del revival de Piñera a finales de los 80 y
principios de los 90 merecía un estudio más detallado. En otras ocasiones, la
tendencia académica de Rojas al name
dropping le tiende trampas y sume al lector en perplejidades: ¿cómo se
coló, por ejemplo, Eudora Welty, en la lista de “los neovanguardistas
estadounidenses”, junto al poeta George Oppen, “pasando desde luego por Wallace
Stevens o Paul Celan”? Y ¿qué necesidad hay de echar a perder el inteligente
análisis de la obra de Kozer y su sugerente metáfora del “catafalco vacío” para
exhibir arsenal teórico y emparentarlo con Le
pli, la teorización de Deleuze sobre Leibniz y el barroco?
(De la vanguardia errante. Blog Penúltimos Días, marzo 2014)
No comments:
Post a Comment