¿Era él un buen lector de poesía? Que hubiese traducido a algunos importantes poetas de lengua rusa lo confirmaba en poco grado. La poesía rusa resulta tan lejana que parece obedecer a leyes de otro género. A diferencia de un poema clásico chino o de un poema japonés, aceptables como contemporáneos nuestros, el poema de un gran maestro ruso resultará siempre demasiado remoto para quien no conozca la lengua.
B. era capaz de desentrañar esa poesía, capaz de devolverla traducida, pero esa especialidad suya resultaba demasiado específica como para que pudiera considerársele buen lector. Respecto a asunto así vivía en las antípodas. Y gracias a la recomendación que me hiciera al terminar mi libro, comprendí que se había ido tan lejos en busca de un destino literario, con el fin de hacerse distinto.
Distinto como escritor, a la manera de un Henry James. Porque, del mismo modo en que el narrador estadounidense seguía a compatriotas suyos por países europeos, los primeros cuentos publicados por B. narraban episodios de cubanos en tierras rusas.
En la Unión Soviética había hallado el exotismo o extrañamiento necesario que provocaba escritura. (No es ocioso cuestionar en qué sitio transcurren sus historias anteriores a los primeros cuentos publicados. Si acaso existen tales historias. Si su vida de escritor no comenzó después de haber llegado a Rusia.)
Existía en esos cuentos un protagonista que era siempre B., alguien que se adentraba como extranjero en Rusia. Admitía en ocasiones ser cubano y en otras ocasiones no se le achacaba procedencia. El dinero, cómo hacerlo y cómo derrocharlo, aparecía inevitablemente en esas pequeñas historias. Y se presentaban percances sentimentales con mujeres autóctonas, mujeres para las que (sospechábamos) el protagonista hiciera tantas millas de viaje.
Sin embargo, de los dos móviles que empujaban a ese sempiterno personaje (a B. lo movía todavía un tercero: la fama), el sexo resultaba más bien pálido comparado con las apetencias monetarias.
B. había hecho de la frivolidad tema principal suyo. Explicaba la frivolidad como si se tratara de un convenio mozartiano con el mundo, asumía ante el tema una prestancia de dandy. Y como dandy lo vi una tarde en que bajábamos por la escalera mecánica de unos grandes almacenes, ni en Cuba ni en Rusia, tiempo después de que me hiciera la recomendación de lejanía.
“Visitemos el Museo de Arte Occidental”, decía yo para invitarlo a las tiendas.
Por entonces se ganaba la vida como rusólogo en investigaciones académicas. Su sueldo no le hubiera permitido cargar con ninguno de los bellos artículos que admirábamos. Pero, con mucho más sentido de propiedad que yo, intuyendo más cercana la posibilidad de adueñarse de alguno, comparaba precios, agilizaba sus digitaciones en busca del rótulo, de la etiqueta, de la marca de fábrica.
Ya había hecho costumbre personal de tales manipulaciones (hábito de buena parte de los ciudadanos soviéticos, me aseguran). Podía uno dejar de verlo durante años que, luego de un abrazo, la próxima incursión de B. en el otro consistiría en voltearle el cuello de la camisa hasta dar con la marca del fabricante. Y todavía sin preguntar por la salud o por amigos no vistos en buen tiempo, querría conocer en cuál peletería se había hecho uno de tales zapatos.
De no despertar en él interés de esa clase, podía correrse el riesgo de una conversación indiferente, con la cabeza de B. en otro sitio. Puntualísimo en el transvase de rasgos propios, la mayoría de sus personajes eran descritos por las prendas que llevaban. (Luego de los vestidos, los caracterizaría alguna triquiñuela para hacerse de plata o de prestigio. O redundantemente, de ropa aún más deseable.)
B. bajaba conmigo la escalera de los grandes almacenes y, a la manera de un Rastignac más balzaciano aún si fuera posible, juró que volvería para adueñarse de todo cuanto quisiera, de cada artículo que hubiese despertado su deseo.
“¡Ya nos veremos las caras!”, pareció retar a todo aquel comercio.
Y, en consecuencia, no solo lo desvelaba el gasto. Era un Rastignac lector de Das Kapital.
Planeaba hacerse de fortuna a través de la literatura, mediante algunos éxitos continuados de librería. Páginas suyas rendirían beneficio equivalente al obtenido por los autores de bestsellers a cuyas obras se asomaba para extraer la clave de la ruleta, el secreto de cómo hacer saltar la banca en Baden Baden. (Su riqueza sería tal que arrancaría de aquellos almacenes hasta la escalera por la que bajábamos.)
De tales autores de lengua inglesa B. parecía haber tomado la receta de recurrir a un mismo argumento para cubrir distintos libros. Aunque lo que en aquéllos era recurso probado en listas de éxitos, en él sólo conseguía arrojar buena literatura y alabanzas de la crítica.
El dinero escapaba de sus cábalas.
O al menos el dinero en las cantidades soñadas por él.
Un extranjero en Rusia o en sus alrededores aprovechaba una brecha abierta en la economía socialista (o una veta de capitalismo en estratificaciones geológicas del socialismo) para hacer fortuna, y utilizaba luego ésta en educar a una muchacha rusa. Hermosa, no hay que decirlo. Confundible casi con una modelo de pasarela, pero a la que le faltaban ciertas gracias que el protagonista, venido de lejos y al tanto de ellas, se ofrecía a enseñarle.
Imprescindible entonces el paso por boutiques, las estancias en balnearios, el descorchar de determinadas botellas… En aquel argumento que B. repetía de cuento en novela y de novela en novela, se daban cita la educación sentimental, el pigmalionismo y la precisión del despilfarro.
(…)
Pocas veces B. se inclinaba a escrutar lo que escribían otros. Y un libro de ensayos acerca de viejos escritores cubanos como era el mío tenía que resultarle poco interesante. Sin embargo, no se negó a hacer su presentación y habló allí del único texto del libro que conocía de antemano. Aseguró a los reunidos (nos encontrábamos en una librería mexicana) que él no había alcanzado a leer el resto. Afirmó desconocer buena parte de las obras de las que me ocupaba (Rusia justificaría un desconocimiento así), y se detuvo a alabar lo narrativo, el arranque de novela con que empezaba el único de mis textos que le era familiar.
Pero no quiso cerrar sus palabras sin dejar claro el agradecimiento que sentía por mi pasión por esos viejos escritores nacionales. Comparó mi paciencia con la de los hijos que se quedan en la casa familiar, al cuidado de unos ancianos padres.
Su agradecimiento era el de esa clase de hermano que sale a correr mundo en la confianza de que la casa paterna (B. quizás pensaría en el pequeño chalet construido por su padre) se encontraba a resguardo.
Era agradecimiento de un hermano mayor, si no por primogenitura, por adultez cobrada.
“Tendrías que viajar”, me había recomendado él, para luego elogiar las virtudes de mi inamovilidad. (Un elogio tan interesado como si lo que de veras persiguiera fuera echarme encima el cuidado de los viejos antes de largarse.)
Suya era la libertad de nuevas ocurrencias, yo me había quedado en la repetición de historias de tan viejos padres, en el corsi e ricorsi de lo arterioesclerótico.
Me había quedado en Cuba para el cultivo de una literatura nacional.
De los almacenes que en una ocasión visitáramos, B. podía tomar ya lo que se le antojara. (A esas alturas sus expectativas suntuarias estarían cifradas en otros comercios.) Lo mismo que M., tampoco él preguntaba por lo dejado atrás. Incluso se había hecho de un pasado distinto: era Rusia, y no una isla, lo que abandonara.
Poseía, pues, menos razones que M. para preguntar qué me hacía volver a la misma ciudad de siempre.
La carga de una tradición que él no se tomaría el trabajo de estudiar (no iba a serle útil para la escritura de su próxima novela) era definitivamente cuestión mía, fardo mío. Y su agradecimiento en la presentación de un libro habría estado reñido de lástima hacia mí, en caso de prodigar B. un poco de lástima.
De no ser tan avaro.
(La fiesta vigilada. Anagrama, 2007)
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