En verdad se veía muy viejito,
enflaquecido, con su garbo un tanto anglo y ciertos dejos de lord. Un hombre
con estilo, en medio del patio central amorfo del Instituto Cubano del Libro.
Me le acerqué. Hablamos. Fui varias veces a
su apartamento en el edificio de Infanta y Manglar. Él siempre cordial para con
un principiante tardío, como era yo, elogiando mis “condiciones para contar”.
Luego hasta fuimos jurados juntos de otro certamen literario (sus criterios
eran demasiados aburguesados a esas alturas de su vida: detestaba el realismo
sucio por causas extra-literarias que él consideraba literarias). Todo fue
acelerado. Todo consumido en el transcurso de un año. Entonces escribí mi cuento
“Réquiem por Humberto Arenal”, ganador de una Mención en el concurso de “La
Gaceta de Cuba” (diciembre 2001), y nunca publicado a petición mía.
Fui y se lo dejé a Humberto Arenal tan
pronto como se hizo público el anuncio de mi Mención. Y ese fue el fin.
Recibí llamadas amenazantes de él y del
entonces esposo de su hija. Mi cuento era una mierda ofensiva. Lo insultaba. Me
burlaba de su vejez. Lo ridiculizaba en su relación con los muertos. Me metía
con su sexualidad. Se me aguaron los ojos (yo estaba en el teléfono público de
la bodega de 21 y H, en El Vedado, nunca lo olvidaré). Sentí pena por mí y por
él, por la Cuba que nos caería encima, por no poder jugar al límite en un texto
donde yo usaba su nombre de puente entre los vivos y los muertos, caricaturizando
no sólo su estampa doméstica sino a toda nuestra ciudad literaria, cenotafio de
cadáveres cobardes y secreticos insepultos. Creo que su familia influyó en
aquella loca lectura.
La llamada del yerno fue menos dolorosa:
sólo me amenazó físicamente y también con denigrarme en público en un programa
que él conducía en la televisión nacional. La permanente epidemia de dengue que
pulula en La Habana lo impidió o al menos lo disuadió.
A ninguno le pude pedir ni perdón. Me
colgaron. A pesar de mi promesa de no hacerlo público nunca, Humberto Arenal
llevó mi cuento a una Comisión de Ética en la UNEAC, aunque entonces yo aún no
pertenecía a la UNEAC. Ignoro los resultados, pero al parecer fue favorable a
mí. Luego vino su Premio Nacional de Literatura y me alegré secretamente por
él. No se lo merecía en un sentido. Pero se lo merecía en muchísimos otros.
Desde entonces me dediqué a leer a Humberto
Arenal (publicó bastante en la última década). Me encontré incluso un ejemplar
príncipe de la por él llamada “primera novela publicada en la Revolución”: El
sol a plomo. Tenía excelentes cuentos, suficientes para inmortalizarlo en
nuestro contexto. Pero sus textos de largo aliento son sin excepción muy muy
muy débiles, alguien debió impedírselo (Reinaldo Arenas en El color del verano
deja esa tarea en manos de Virgilio Piñera). No opinaré sobre otras zonas de su
creación. Como todo intelectual que no provocó una ruptura, su corrección ya no
me convoca (no soy su lector, evidentemente, como él tampoco era el lector de
“Réquiem por Humberto Arenal”).
(Réquiem por Humberto Arenal. Blog Penúltimos Días, enero 2012)
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