Yo siempre quise convertirme en
poeta civil, pero nunca supe en qué oficina había que inscribirse. Teniendo el
Comité Militar tan cerca de mi casa y tan pendiente de mi busto, cambiaba de
semblante al pasar con mis secretas intenciones poéticas de civilidad. No sé si
con el soneto construyó usted una balsa, pero sí que tuvo que salir como un
siquitraque sobre las olas, echando un pie, y no paró hasta Tampa, que cuando
un poeta le cae gordo a las autoridades, le quieren hacer tampas diversas,
ponerle un tampón en la boca y amarrarle las manos. Allí se hizo usted lector
de tabaquería, que es uno de los oficios cubanos más loables y llenos de humo
que existen.
Para terminar el semblanteo, dicen en esa
semblanza citada que cuando usted regresó al finalizar la guerra, venía con un
pitirre patriótico en el corazón, y que por poco le da un terepe al ver ondear
sobre el Morro un par de banderolas: la de USA y la nuestra. Una de ellas ya no
se USA. Ya eso sí se lo sabe la gente. Textúo y cito: "Le hubiera bastado
este poema para quedar definitivamente consagrado en la lírica de Cuba junto al
nombre de José María Heredia". Vamos por partes, fuera casacas, y metamos
el codo y el guante. Porque en esto de las banderas hay como un olor a trauma
en el ambiente. Ya nuestro pensador mayor se acoquinaba y engurruñaba el hombro
para no entrar a un tablao donde bailaba una tremenda hembra española,
dignísima de entablillar, sólo porque el trapito enemigo estaba afuera.
Y usted va a rajatabla, a por todas,
diciendo de nuestra insignia que: "¡Al cubano que en ella no crea/ Se le
debe azotar por cobarde!". No es para tanto, Bonifacio, ya sé que
encabrona esperar una cosa y ver otra. Duele, mucho, como decía Elena Burke,
pero hay que ser un poco flexible. En mi tiempo, por ejemplo, la bonita del
rubí, las tres franjas y una estrella ondeaba de lo más solita y danzarina
ella, pero luego te metías en los lugares y qué encontrabas: pollo a la
jardinera búlgaro, compotas rusas de tanquista, mermelada de arándanos de
Volokolams, jugos de manzana de los Urales (muy bueno para la urea), salianka
en sobre. Al líder lo escuchabas por un VEF y lo veías en un Electrón. Y te
podías retratar con una Smena mirando el Vostock, con la banderita detrás y
todo. Era para estar boquiabierto, Bony, bonificado en uzbeco. Hay algo en ese
nacionalismo textil que no me encaja del todo. En mi caso personal, que ya sé
que es un poco monstruoso, pero es personal, civil y poético, a esta altura del
mundo sobran los trapos. O que se los dejen a los equipos de fútbol y de
pelota. O en los desfiles de las Olimpíadas, para saber que el prieto ése es de
otro continente y el chino judoka es de nosotros. Digo yo.
Ya sé que usted se berreó con razón, y que
quería esto tan lindo: "Aunque lánguida y triste tremola,/ Mi ambición es
que el sol con su lumbre/ La ilumine a ella sola —¡a ella sola!—/ En el llano,
en el mar y en la cumbre". Y mire qué casualidad, que tremola y el sol la
alumbra a ella solana. Pero por abajo pasan las verdes pelucas del enemigo.
Nuestro pensador mayor no entra ya ni a ver una bailarina malaya, y no porque
seamos enemigos de Sandokán. La bandera allá arriba y la gritería es en otro
idioma, aunque el idiomador sigue hablando en un lenguaje parecido al suyo, que
ya no convence.
Entonces, que me azoten, si alguien quiere
seguir su tremebundo consejo. Porque no me conmueven la tela ni otras cosas
banales. Y que, cuando me parta un rayo, no se les ocurra envolverme inmolado
en ella, que es gastar material por gusto. Que me quemen y me esparzan calpes,
allí donde me toque. O que sigan el consejo de otro poeta, un poco menos civil
que usted, pero más marxista. Se llamó Chicco Marx y le escribió esta nota a su
hermana: "No olvides lo que te he dicho, cielo. Pon en mi ataúd una baraja
de cartas, un palo de golf y a una bonita rubia".
(Carta a Bonifacio Byrne. Cubaencuentro, enero 2002)
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