Si realizamos una mirada diacrónica desde el presente, si apartamos la muchísima hojarasca del coloquialismo oficialista, ancilar y anquilosado de los años sesenta y setenta en Cuba, el canon de esa etapa hay que buscarlo en los márgenes, en los "apestados", en los autores malditos de esos tiempos: Isel Rivero, Lina de Feria, Heberto Padilla (que pagó más caro que muchos su equivocación y su primera etapa de defensa del proceso del 59), Delfín Prats, Reinaldo Arenas... La mayoría de los demás autores de la época (escritores como Guillermo Rodríguez Rivera y Pablo Armando Fernández) demuestran que el coloquialismo tiene un valor muy circunstancial (sincrónico) y en un alto grado insustancial. La dependencia de un proceso político determinado y puntual marcaba desde su génesis el fatum que con claridad hoy leemos como episódico y forzado en gran parte.
En ciertos períodos de la literatura cubana, las obras canónicas (estilísticamente hablando) son aquellas que rompen con el orden impuesto; los hoy "dinosaurios" de la Generación del Cincuenta poco tienen que enseñar y decir. Más bien muchos de ellos parecen disfrutar con holgura de su posición de víctimas oficialistas, de la rentabilidad que han sacado de la marginación sufrida unas décadas atrás. A ello creo que se debe en gran parte la nulidad de sus obras en el presente. Los autores que más podían prometer de esa generación no han sido para los más jóvenes lo que alguna vez parecieron. La norma estética de dicha promoción es, vista desde el presente, la más estéril y anacrónica del panorama cultural cubano del siglo XX.
Por ello mismo, los poetas que han trascendido (vivos o muertos) continúan siendo unos desplazados, unos inadaptados, dentro o fuera de Cuba. Y son precisamente ellos los mejores representantes de la negación y la ruptura con los principales presupuestos temáticos y formales de la Generación del Cincuenta, sin que por ello esté ausente de sus obras cierto carácter conversacional que siempre han tenido (Casa que no existía, Lenguaje de mudos, La marcha de los hurones, Fuera del juego). Por tanto, la división entre conversacionalismo y tropologismo o subjetividad es uno de los más grandes desaciertos en la historia y crítica de la literatura. Ya sabemos que dicho esquema disparatado responde a otros órdenes excluyentes que no son en realidad estéticos.
Las tendencias artísticas que nacen en libertad y de forma espontánea en diálogo estrecho con los cambios sociales, lamentablemente suelen derivar (como las "revoluciones" que las propician) en dictaduras estéticas que niegan su propio carácter genésico, espontáneo y libre, con frecuencia se vuelven instrumentos de represión en manos de gobiernos totalitarios, desde el imperio de Augusto al realismo socialista, de la expulsión de Ovidio al destierro de Brodsky y al juicio de Heberto Padilla. Cuando ello sucede, no podemos llamar "estética literaria" o "movimiento literario" a fenómeno represor semejante; estamos más bien en presencia de un monstruo que aniquila en masa todo lo que se le opone, y eso no es literatura, no responde a una poética, sino a una política excluyente y discriminatoria, a un partidismo obcecado. Tributar a ello es alimentar y participar de la barbarie. Algunos pocos como Jesús Díaz tuvieron la decencia de reconocer su error de esos años, otros no lo han hecho hasta hoy.
Al contrario de ello, Delfín Prats y Lina de Feria demuestran, desde sus primeros libros, que no hay tal división maniquea, estéril y esquemática entre el coloquialismo y el tropologismo; ello fue más bien política de Estado, de un Gobierno que desechó y discriminó todo aquello que no respondiese a un utilitarismo social y masificador que lastró en gran parte la poesía de la época. Visto desde el presente, es lamentable que a esa política hayan tributado de forma ancilar no (solo) con sus textos sino con sus opiniones autores como Manuel Díaz Martínez y Félix Pita Rodríguez en las páginas de publicaciones como la revista Verde Olivo. E insisto que el problema no fue el coloquialismo en sí, como tendencia o corriente poética, sino la correspondencia monolítica, equivocada y excluyente que se estableció entre creación y política, así como la intolerancia, el cuestionamiento y el desprecio hacia cualquier otra forma de creación.
(‘Lenguaje de mudos’: la poesía como negación. Diario de Cuba, septiembre 2013)
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