Ya Padura ostenta en su vitrina el Premio Nacional
de Literatura (2012) y el prestigioso Princesa de Asturias (España, 2014). A
sus 61 años, nadie duda que tenga obra e influencia suficiente para sentarse a
esperar sin desvelos que le toque su turno en la ruleta del Cervantes. Sin
embargo, no faltan los que se cuestionan –sobre todo en la isla– la razón de
tanto deslumbramiento y euforia en torno al novelista.
Prueba de ello, es el texto La literatura invisible (2014), publicado hace un par de años en un
sitio digital por Guillermo Rodríguez Rivera, para salpicar de dudas la
pertinencia del Premio Nacional de Literatura que le fuera conferido a Padura.
Rodríguez Rivera (R.R a partir de ahora), que ha pasado mucho tiempo (ante o
detrás de cámaras) haciendo constar su condición de tripulante en la generación
del primer Caimán Barbudo, como quien
pretende colarse a empujones dentro del hall
of fame cubano, deja entrever sin muchas vueltas su incomodidad con el
apogeo de Padura en los últimos años (algo que no extraña a nadie, pues sabemos
que R.R únicamente revienta su piñata de elogios cuando se trata de Luis
Rogelio Nogueras). Para cualquier lector atento, las palabras de R.R suenan
como las de un autor resentido, tocado por una especie de “Síndrome de John Doe”
(puesto que nadie lo conoce y él mismo no entiende su vida). De manera que sus
reproches a la “injusta” adjudicación están condicionados por un tufillo
reconocible, mezcla de rencor e inferioridad. Perreta de octogenario. Actitud
típica de quien no tuvo quince o casamiento bullanguero.
Por otro lado, el exabrupto de R.R tan solo confirma
una verdad, muy evidente para ser obviada y demasiado ridícula para ser tomada
en serio: ciertos premios en Cuba, sobre todo los que apuntan a la
inmortalización, responden a una lógica etaria, generacional, donde la vejez
–esto es, tener más de setenta años– es un requisito indispensable, exclusivo.
Así, cuando cada año se piensa en conceder el Nacional de Literatura,
normalmente se maneja un listado de nombres cercanos a la defunción, donde
abunda el Alzheimer y el Parkinson. No importa si se trata de un bartleby (Jaime Sarusky, Ambrosio
Fornet), o si su obra apenas incide en la franja canónica nacional (César
López, Reynaldo González, Humberto Arenal, Leonardo Acosta). Aquellos autores
que han vivido lo suficiente como para ofrecer un par de anécdotas con más de
cuatro décadas de añejamiento (aquí el yoísmo se da banquete y sobrepasa la
delgada línea que separa la realidad de la ficción: “Cuando yo escribí…” “Y
entonces yo publiqué…” “Yo estuve ahí…”), cuentan con un plus inmensurable. “La
primera vez –comenta R.R a propósito de las dos veces que, según él, ha
integrado el jurado del premio–, tuvimos en cuenta la decisiva obra crítica de
Ángel Augier, pero también su ancianidad; lo propio ocurrió al concederle el
galardón a Humberto Arenal, autor de una obra narrativa un tanto magra”. Luego,
hay otro detalle que redondea el casting: lo ideológico. Y a esto se le puede
sumar la permanencia en la isla. Usted puede no cumplir con alguno de estos
requisitos, siempre que cumpla con los otros dos. Sin embargo, de estas tres
exigencias hay una imposible de negociar: la permanencia en la isla.
En Cuba, el Premio Nacional de Literatura es lo más
parecido a un soborno, aunque muchas veces parezca la consolación de quienes no
han hecho más que darse sillón y asistir a tertulias en el Sábado del Libro, la
UNEAC y la Casa de las Américas.
Ahora bien, si repasamos en detalle a Padura, el
resultado sería un candidato inédito en el proceso de discriminación.
Recordemos que el autor no pertenece a la franja más longeva de nuestros
escritores en activo, sino a una generación intermedia, post-utópica y adherida
al criticismo de la decadencia política en la isla. Padura, además, ha estado
desentendido por muchos años de la actividad burocrática institucional y sus
derechos editoriales se encuentran repartidos entre los sellos de mayor pedigrí
en Barcelona. Algo curioso es que en más de una ocasión ha asegurado que no
piensa abandonar la isla bajo ninguna circunstancia, haciendo uso de una ética
provinciana que le funciona, de cara al mundo, como garante de marketing. Todo esto, sin dudas, ha
contribuido a convertirlo en un autor fetiche, dentro y fuera del espacio
cubano.
Casi puedo entender que R.R, acostumbrado a la
vieja, predecible inercia de la oficialidad en Cuba, se advierta pasmado frente
el encumbramiento de Padura, el cual estima apresurado al considerar “que tenía
tiempo para obtener ese galardón por un trabajo que abarque mejor la obra de
toda su vida”. Según parece, R.R no desconoce en absoluto las virtudes del
novelista, si bien las exalta con cierta cautela. Al cabo, disgrega sus
intenciones de inquisidor y desclasifica un hecho según el cual, el mismo
Padura tendría que estarle agradecido: “Mi voto fue el que, en muy reñida
decisión, decidió el otorgamiento del premio de la crítica a su obra La novela de mi vida…” Lo de Guillermo
es grandioso. Sobre todo porque un poco antes se escuda en la misma estrategia
al replicar con igual veneno la concesión del premio a la poeta Reina María
Rodríguez: “Puedo decir que, cuando en 1984 fui miembro del jurado de poesía
del Premio Casa, me complació contribuir a otorgarle a Reina María ese
importante premio por su libro Para un
cordero blanco”. Corríjanme si no parece el colmo de la desfachatez; o
acaso los adelantos de una posible edición de manos de R.R, bajo el título “Mis
memorias”; o siendo más fiel a su tono: “Mis hazañas”.
Cuando por fin R.R se atreve en su artículo a
dispensar un juicio de valor, se inclina hacia dos escritores muy distintos en
sus poéticas e historias personales. El crítico postula la deuda que entonces
tenía la oficialidad con Eduardo Heras León, y la inconcebible preterición de
una “esencial voz femenina” como Lina de Feria. Sobre ambos autores dice lo
suficiente –o lo que él considera suficiente, que en realidad es
irrazonablemente suficiente– para sustentar su posible beatificación. Esto
apunta sobre la poética de Lina: “…representa esa poesía de la oscuridad, del
enriquecedor laberinto de la palabra que, en la poesía cubana, permanentemente
aparece al lado de la poesía de la claridad” (Lo que sea que signifique
semejante galimatías).
Sin embargo, a R.R le interesa muy poco si Padura ha
escrito el doble de libros que Heras, o si la obra de aquel ha tenido mayor
fortuna crítica nacional e internacional que la de éste y Lina de Feria juntos.
En esencia, lo que defiende el crítico –como si se tratara de un valor
literario, estético– es la prioridad generacional, que por motivos obvios
favorece a Heras León. Nada más. Tal vez por ello, se torna insultante leer una
crítica literaria tan disfuncional que llega a parecer una legislación en favor
de los derechos de la tercera edad. R.R guapea y se abre paso a bastonazos,
exponiendo sus criterios como si reclamara (para él y sus contemporáneos) el
asiento de impedidos en el transporte público.
Como sea, nadie imaginaba veinte años atrás que un
escritor de novelas policíacas – tendencia menor dentro de la propuesta
narrativa carpenteriana– pudiera llegar tan lejos. En este sentido, Padura nos
ha dado a todos una lección anticanónica.
Las hombradas de Mario Conde, cuya trayectoria
policial ya supera la del “Tabo” en el antológico serial Día y Noche, ofrecen la coloratura de un héroe que sortea la
epicidad. En su tiempo libre, Conde, escribe una novela que no consigue
terminar, y en ese gesto, acaso se adivina el misterio de su éxito profesional.
Porque se es un buen escritor o un buen policía, pero nunca las dos cosas. Sin
embargo, Mario Conde disfruta ese fugaz desajuste con la realidad –que al decir
de Ricardo Piglia, obedece al instinto de los buenos escritores–, se ofrece
como un pobre miserable que trasciende el sentido ordinario de ser policía
–aunque sea esto lo único que en realidad sabe hacer– en un país donde las
leyes son otra manera de hacer ficción. Padura, por su parte, es culpable de no
haber escrito una sola página sin pensar en el destino de Conde, su alter ego
contiguo. Ambos se relevan y complementan en una continuidad que, al menos por
ahora, no divisa el retiro para ninguna de las dos partes.
Si algo podemos exigirle a Padura, a estas alturas,
es el digno retiro del agente Mario Conde. Una salida victoriosa. Una licencia
permanente. Una tregua que le haría bien a todos. A los lectores, al escritor y
al propio personaje. He aquí otra cosa que le falta por hacer a Padura.
Ahora, tengo que elogiar en R.R –por inusual en los
de su edad que, normalmente, dejan pasar las cosas sin mover un músculo– la
voluntad de quejarse. Nunca está demás la queja, sobre todo en un país donde
cada vez más los que se quejan lo hacen susurrando, interiormente. Encuentro
positivo el impulso, incluso el pretexto del cual se sirve. No obstante, son
los recursos los que se tornan en crisis.
No podemos, en modo alguno, culpar a R.R por
disentir abiertamente con la práctica oficial, si eso le apetece. Sin embargo,
sí podemos retribuirle el gesto y apuntar certeramente a sus ideas que, llegado
el momento, se vuelven en su contra como una bala perdida.
De cualquier manera, no dejo de pensar en que puede
haber muchos R.R por ahí, pululando a menudo en los centros de la oficialidad,
y en ese caso, me temo que nuestro crítico obtendrá su revancha tarde o
temprano, cuando alguien se compadezca de su decrepitud y decida compensarlo
con el tan discutido Premio Nacional de Literatura.
Acaso sea eso lo que intenta conseguir R.R antes de
irse a descansar en paz.
(Padura,
Rodríguez Rivera y la crítica necia. Incubadora ediciones, julio 2016)
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