A pesar del
enjambre de reediciones del uruguayo que siempre zumba en la Feria del Libro,
ni Adiós muchachos, ni Príapos se encuentran en ninguna librería.
Para no hablar de Viudas de sangre (¿alguien se ha detenido en el número
de páginas de Viudas…? En la literatura
cubana es solo superado por Misiones, de Reinaldo
Montero). Es increíble el gusto por el modelo Chavarría. La
gente deja de leer a Rubem Fonseca (El
gran arte), a Ricardo Piglia (Blanco
nocturno), a Cristina Rivera Garza (La muerte me da), para leer a Chavarría. Alguien dirá que si todo el peligro es
que los cubanos sigan leyendo a Chavarría, estamos dispuestos a correrlo, y con
gusto, pero sucede que es optimista hablar de un mero “peligro”, pues de hecho
la situación se congeló, y cientos de cubanos han seguido leyendo sus novelas,
intercambiando solo sus novelas de manera endogámica. Y lo peor: se reproducen
entre ellos. Han creado un ecosistema: el Chavarría Park,
un cantón de lectura incestuosa con el ADN en ámbar del uruguayo. Y ya se sabe
—lo notamos por la variedad de malformaciones congénitas en ciertos territorios
latinoamericanos— las consecuencias de la redundancia genética: testículos
ectópicos, labios leporinos, espinas bífidas, atresias duodenales, etc. Sobre
la etiología de estas malformaciones, comenta Umberto Eco en La
definición del Arte:
Uno de los motivos de la deseducación estética del
público, proviene del sentido de esa inercia estilística, del hecho de que el
lector o espectador tiende a gozar solo de aquellos estímulos que satisfacen su
sentido de las probabilidades formales (de modo que solo aprecia melodías
iguales a las que ya ha oído, líneas y relaciones de las más obvias, historias
de final generalmente “feliz”).
Creo innecesario aclarar que si esta lógica es
cierta, los lectores de Daniel Chavarría dentro de poco serán los espectadores
de Tras la huella.
Cierro con una
anécdota. Una vez le escuché comentar a Chavarría que había escrito su novela X
(juro que no recuerdo cuál) porque estaba corto de plata. Para mí esa es la
mejor declaración de principios estéticos hecha por un Premio Nacional de
Literatura: no escribir para sí, ni para la posteridad, ni para el pueblo (whatever that means), sino
para los únicos lectores a su altura: los que pagan los derechos de autor.
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